Va para una década que decidiste congelar las miradas de una plaza y la atención de una legión de aficionados en los cinco minutos escasos con los que entraste en la historia. Quince trazos. Tan imperfectos y espontáneos como preñados de verdad. Quince caricias de mano veterana que ofrecía el corazón del patriarca en su otoño, en el que se va ordenando el corazón. ¿Cuántas veces me soñaste, Juan? A mí, el Otoño de tus grandes citas.
Porque tú ya habías atravesado esa Puerta Grande conmigo presente. Pero yo también era entonces un Otoño joven. Tan joven que aún elegía cantidad por encima de calidad, y me molían a pases tantas veces que mi Feria se me hacía eterna. Pero aquel 2 de octubre, más maduros los dos, y más viejos, te vi derramar las gotas del mismo alma que después se hizo mito. Porque hasta entones estaba tu muleta encinta del pasaporte a la eternidad. Tal vez porque te empeñabas en torear para ser y tuviste que llegar a ser para torear de verdad.
No son nuevas todas estas cosas, es verdad, pero es que no todo el mundo lo comprende. Y lo más importante: no todo el mundo está dispuesto a pagar el precio. Han pasado muchas cosas en estos diez años, y seguro que habrá algunas que te gustaría cambiar. Pero ¿a que nunca sería una de ellas tu forma de ejercitar tu libertad?
Porque el de aquella tarde en que te empapé de Otoño no fue el triunfo de la casualidad ni de la técnica, ni siquiera de la ilusión ni las frases preconcebidas. No fue nada más –ni nada menos- que la confirmación de una idea. La tarde en que alcanzó la gloria una forma de sentir. ¿Alguien en su sano juicio cree de verdad que Juan Mora entrena en su cabeza la forma de solventar dificultades? No. Eso no es sentir…
Pero vayamos a la historia de aquella tarde. O mejor a meses antes, cuando sólo tenías firmado un paseíllo en San Isidro, en una tarde en la que no pasó nada. No fue fácil. No debió serlo explicarle a tu hijo Juan Luis que eras un torero que no toreaba pero al que asistía la razón.
Debió ser por eso que la empresa confió en ti. Porque si hay un hecho claro, Juan, es que esta plaza jamás ha dejado de darte la bienvenida. No le importaban tus circunstancias, ni los paseíllos trenzados. Las Ventas huele lo que un torero lleva dentro. Y no suele dejar que se retire sin escucharlo.
Y, ya en faena, una vez trenzado el paseíllo, el Juan Mora de aquel 2 de octubre parecía transmutado, despojado de artificios, desnudo de esquemas preconcebidos, para estar dispuesto a dejarse sorprender por lo que le trajese el destino. Pero el destino ya traía su muleta preñada de eternidad.
Cuando llegó el momento de encararlo y de ocupar el ruedo que entonces conquistaba un toro, se te ocurrió que el brindis debía recibirlo el maestro Barquerito. Seguro que Ignacio fue el primer sorprendido, en su humildad plateada, pero fue como si supieras que lo iba a tener que contar un ratito después. Pero ¿cómo se cuenta lo que sucedió?
¿Cómo se narra lo que pasa fugaz por un alma arrebatada? ¿Cómo se describe el amor desbordado por una profesión, la emoción abrasadora de estar forjando la historia en dos manojos de trazos? Parece obsceno hablar de la limpieza del natural, de la cadencia del derechazo o de la precisión de un toque. ¡Me dan escalofríos sólo de pensar que lo tuyo se puede contar así! Porque si así fuera, no sería lo tuyo Juan. A ti no se te describe con una palabra tan… Tan de invierno…
Los que allí estuvimos aún sentimos en la piel el latigazo de fuego que nos regalaste. Sí, Juan. Nos abrasaste el juicio para hacernos comprender que este rito sin emoción es un vulgar ejercicio de tedio. Sobre todo cuando se está mucho rato en la cara sin decir nada. Mejor fundirse a fogonazos con el tendido que grita, desbordado de pasión. Eso sí se parece más al toreo que yo entiendo.
Gracias por aquella tarde, Juan. Y por muchas otras que le has regalado a este rito. Pero gracias, sobre todo, por haber sabido transmitirle a tus hijos los valores del toreo. Los de siempre, los que son imprescindibles no sólo para triunfar en esto, sino para ser buena gente en tu camino en la vida. Juan Luis, que ya no es tan niño como entonces, jamás olvidará ya aquella enseñanza que le grabaste en los zapatos. Para que jamás recorran un camino sin ella. Y estoy seguro de que ni él ni nosotros lo olvidaremos jamás…