ENTREVISTA

Abella: "En todas las épocas debería existir un Luis Miguel"


miércoles 11 mayo, 2016

La reedición de "Luis Miguel Dominguín, a corazón abierto" permite bucear aún más en la personalidad arrolladora de un personaje tan necesario como irrepetible

La reedición de "Luis Miguel Dominguín, a corazón abierto" permite bucear aún más en la personalidad arrolladora de un personaje tan necesario como irrepetible

MARCO A. HIERRO

Hablar de Luis Miguel Dominguín debe ser tan fácil para cualquiera como difícil es haber conocido su verdadera personalidad. Es ese tipo de personas que magnetizan hasta tal punto que jamás vuelve uno a olvidarse de la forma en que lo miró. Así me imagino yo ese momento en que uno siente en las entrañas que está en presencia de un mito. Los que no lo imaginan, los que tuvieron el privilegio de vivir ese instante quedaron prendados del material con que se forjan las leyendas. Carlos Abella, además, sigue encandilado con el hombre que descubrió tras la cortina de humo que permitía respirar a Luis Miguel y tender a Dominguín para que orease su manto.

Su recuerdo es presente y constante en la historia del toreo; su sombra, larga y pesada como una helada en invierno; su necesidad vital de vivirlo todo lo convirtió en un personaje que trascendió a su propia historia, que generó su propio mito, que transformó en leyenda incluso sus propios defectos. «Si yo fuera envidioso, Carlos, no tendría perdón de Dios…». Así recuerda Abella su convivencia con Luis Miguel, con el anciano reconvertido en hombre que había dejado de ser el número 1 para pasar a saberse inmortal. «Siempre debería haber en el toreo luismigueles», espeta el escritor convencido de su sentencia. «Luis Miguel es el prototipo de lo que debe ser un torero como personaje. Es decir: orgullo de ser lo que es, chulería, pundonor, tesón para querer llegar, tener muchas virtudes que compensen tus defectos. En el caso de Luis Miguel, a lo mejor, los déficits que tenía como torero de arte. Así y todo, en el toreo han mandado muy pocos y uno ha sido Luis Miguel».

Ese tipo flaco y larguirucho, de aguilña nariz, acusadas entradas y prominente nuez debió ser el antihéroe de una sociedad en la que las señoras se enamoraban de Cary Grant y de Clark Gable, pero fue Luis Miguel que permitió que se aireasen sus escarceos con Ava Gadner, con Romy Schneider –«buf, fíjate, Romy Schneider», me dice Carlos recordando aquel ángel vestido de Sisí emperatriz- o con tantas otras como se le relacionó. «Nunca desmientas un rumor mientras te beneficie, Carlos», recuerda Abella que le decía Luis Miguel con aire serio. Todo ello aparece en Luis Miguel Dominguín, a corazón abierto, el libro que reedita Bellaterra dos décadas después de que su autor contase por vez primera sus vivencias de un año entero al lado del más célebre de los dominguines.

Me llama la atención la alusión a mandar en el toreo; es cierto. No todos los que se dicen o consideran figuras han mandado en el toreo. «Ni mandan», matiza Carlos, que algo sabe después de cinco años como gerente de Asuntos Taurinos de la Comunidad de Madrid. Pero, ¿qué es mandar?. «Mandar es mucho. Es ser capaz de imponerte a una empresa, por muy fuerte que sea; es ser capaz de echarle un pulso a un público. Como hizo El Cordobés, como hizo Manolete, como hizo Belmonte, y no sé si más modernamente lo ha hecho alguno, quizá Joselito y, por supuesto, José Tomás», subraya el escritor con seguridad. 

 

 

 

Y eso que conoció a Luis Miguel en persona cuando ya había decidido apartarse del ruido, cuando, ahíto de vivir, cada arruga que le surcaba el rostro contaba una historia que novelar. «He recuperado a mis hijos, me decía con los ojos enternecidos al recordar la peripecia. Era su mayor logro. Eso y que acudieran a verle a su finca del campo toreros como Espartaco, Manzanares padre o Enrique Ponce. Acudían a pedirle consejo y a charlar de toros con él, pero ya no quería hacerlo con nadie más», recuerda Carlos, que parece escribir de nuevo la historia cuando la va contando sin prisa, como el que tiene la eternidad para disfrutar del recuerdo. Ahora, cuando el fuego del tiempo ha purificado el hecho de rememorar y los daños colaterales han minimizado la censura, Abella vuelve a contar la historia del que él mismo denomina como «un seductor; de hombres y de mujeres. De mujeres, ya es muy conocido. Y de hombres, como Adolfo Suárez o como muchos otros encantadores, en cuanto estabas con él diez minutos te había cautivado. Por eso sedujo a hombres de estado, a hombres riquísimos, a grandes personalidades del siglo XX como por ejemplo Picasso. Su gama de amistades es tan atractiva que creo que en la historia hay pocos personajes que hayan sido capaces de cubrir, sólo con su presencia, tanto espectro social y artístico».

 

 

 

Es tremendamente complicado que un personaje de este calado cuente su vida como la contarían otros. Y no sólo por que ya no esté, sino porque hay que ser «un privilegiado para que un tipo así te deje bucear en sus recuerdos. Date cuenta de que yo en el libro estoy hablando por él, por su boca. No soy yo quien cuenta esta historia, sino él. A mí me toca ser vehículo de sus peripecias y quedarme para contarlo. Él se quedó para contar lo de Linares y yo para recordarlo a él», explica Abella.

Linares. Aquel 28 de agosto un chaval de 21 años veía morir a un mito anunciado con él con la de Miura. Al día siguiente, ese mismo chaval había crecido hasta comprender lo que significa hacerse un hombre, también en la labranza de un mito. Aquello le marcó. «Por aquel entonces no se llevaban bien», matiza Carlos. «Manolete estaba ya yéndose del toreo y había visto, desde la puerta abierta de su habitación, que los aduladores que antes le visitaban a él en el hotel ahora estaban en el cuarto de Luis Miguel. Estaba cansado, hastiado de haberles dado tanto para haber recibido ese trato. Luis Miguel recordaba que Manolo le había llamado para echar un cigarrillo con él». Abella se emociona al rememorar aquella conversación entre dos monstruos que trascendieron a su mero papel de toreros. «Luis Miguel, me voy a retirar», le dijo Manolete con un gesto de amargura, «y tú vas a heredar mis enemigos». Y cómo si Luis Miguel quisiera, multiplicó esos enemigos por mil.

 

 

 

Luis Miguel le explicaba a Carlos que fue aquella noche cuando se dio cuanta de que el público es insaciable. Y fue entonces cuando decidió establecer una rivalidad con el público pensando «a mí no me haréis lo que le habéis hecho a él… Y el público lo notó. A Manolete lo mató que el público le exigiese más de lo que ya entonces podía dar. Por eso yo tenía que lidiar al público y al toro, y los que le gritaban a Manolete entonces luego me gritaron a mí»

 

 

 

Aquello también volvió a estar presente, con los papeles cambiados, en aquel verano sangriento del 69, que tuvo a Luis Miguel en estado veterano, a Antonio Ordóñez con la hierba en la boca y a Ernest Hemingway para contarlo. Casi nadie al aparato… La relación con Antonio, otro monstruo del toreo, tuvo muchas vicisitudes. Era su cuñado y su rival, después de que fue la familia quien facilitó su inclusión en los carteles, para la que hasta tuvo que retirarse Pepe Dominguín. Entonces el cartel familiar quedaba apañado. Y Antonio decidió un día irse con Camará. «Aquello no lo llevaron bien los dominguines, y sólo en el lecho de muerte del patriarca, cuando le pidió expresamente a Luis Miguel que arreglasen las cosas con Antonio, Luis Miguel respetó su voluntad y volvió a establecer la relación con el que siempre fue parte de la familia. Aquella rivalidad también marcó a Luis Miguel, ero yo incluso asistí, ya viejos, a conversaciones telefónicas entre los dos que denotaban la cordialidad y el respeto que siempre mantuvieron», cuenta Abella.

Sólo una petición expresa le hizo Luis MIguel a Carlos para publicar el libro. Cuando se enteró de la muerte de Mariví Dominguín, tal vez la mujer que más daño le hizo en su vida, le pidió al escritor: «Carlos, por favor, no la llames Dominguín…».

 

 

 

«Luis Miguel me decía que él era un poco abúlico. Lo que realmente le estimulaba era que le exigiesen tanto, que mantuviesen aquel pulso con él. Y es muy importante este matiz psicológico, porque hay otros toreros y otros artistas o deportistas a los que les pasa exactamente lo contrario, y terminan sucumbiendo al público. Luis Miguel los provocaba y pensaba ‘ya lo he conseguido, ya los tengo encabronaos; ahora voy palante’, y ese rasgo es trascendental en su personalidad». De hecho, el gran Pablo Picaso, íntimo del genio manchego, solía decirle «Luis Miguel, tú no deberías retirarte nunca», a lo que el otro replicaba «cómo se nota que los pinceles no pegan cornadas…». Dos genios. Dos mundos entrelazados para glorificar la cultura de una España que aún sabía dónde estaban sus raíces. 

Pero ¿qué había de mito y qué había de hombre cuando te sentabas a hablar con él? A Carlos le gusta la pregunta y confiesa que él «no era nada luismiguelista. A mí podía no llenarme Luis Miguel como torero, pero sí me atraía tremendamente su personalidad. Y eso lo mantuve virgen toda mi vida. Y lo sigo manteniendo, porque también me pasó con El Cordobés, con el que tuve la ocasión de comer un día y me pegó un abrazo porque le dije: después de conocerte me dan ganas de ir al rastro y quemar mis libros…». Carlos ríe sabiendo, como sabe, que un torero es mucho más que el tipo que rellena el vestido de torear. «Con Luis Miguel tuve mucha suerte porque conocí al hombre y evocamos al mito. Entonces el hombre ya estaba vencido por esa machacante ley que es la vida. Con 68 años y con todo vivido, estaba hastiado. Y el hecho de que yo fuera a hablar con él durante un año le servía de estímulo, porque estaba convencido de que lo había vivido todo y que tenía hastío vital. Pero también es cierto que en algunos momentos salían temas que hacían que regresase el mito, porque nunca dejó de tener aquella personalidad».

 

 

 

Como nunca dejó de mantener en secreto lo que hizo por personajes que militaban políticamente en su frente y con los que, sin embargo, mantenía una relación de entrañable amistad. «Luis Miguel llegó a ir al aeropuerto a esperar a Jorge Semprún, que venía de París, después de haber hecho un par de llamadas para que no tuviese ningún problema, porque estaba en el exilio. Y luego lo acusaban de franquista, que podía serlo, pero célebre es su respuesta en aquella cacería del generalísimo…». Cierto. Entonces un ministro del caudillo le preguntó cuál de sus hermanos era el comunista y dice la leyenda que él respondió: «los tres…». Carlos cuenta la versión real que le narró Luis Miguel en el libro. «En realidad le contestó: yo soy el progresista, Pepe el conservador y Domingo el comunista, pero si todos los franquista fuesen como tú, yo sería comunista…». Franco, entonces, divertido por la agilidad mental del torero, le espetó a su ministro: «eso te pasa por meterte con un tipo inteligente…». Recordar eso ahora, cuando quiere asociarse el antitaurinismo a la izquierda y se han perdido los valores vitales de la política y la tauromaquia de antaño, es, cuando menos, sorprendente.

 

 

 

Como lo es que Luis Miguel, franquista declarado, viese en el despacho que tenía su familia en Príncipe de Vergara las reuniones de su hermano Domingo con altos cargos del PC. Luis Miguel veía, por las rendijas de las puertas, que allí se estaban cociendo cosas, pero nunca dijo nada. Su lealtad familiar siempre se lo impidió. Cuando su hermano Domingo, entonces su apoderado, salía para charlar con él sobre el planteamiento de la temporada, él le preguntaba: «Qué Domingo, PeCes gordos…». Me pregunto si el tal Alberto Garzón o Pablo Iglesias, cachorros de una izquierda que ya no tiene identidad, conocen las historias que se cocieron en la oficina de un torero como Luis Miguel.