Escribía Mariano de Cavia en 1887 sobre la tradición del toro de fuego: «Harto más avisados que nosotros eran los españoles de la antigüedad, y harto lo probaron en la tremenda paliza que dieron a los cartagineses a cuatro leguas de la vieja Salduba (hoy Zaragoza), si hemos de creer a historiadores como Florian de Ocampo o Duchesne».
Amílcar Barca, el gran caudillo cartaginés, pudo dar cuenta de los mil y un pueblos en que se dividían los habitantes de la Península; pero en cuanto se juntaron oretanos y ólcades, túrdulos y turdetanos, carpetanos y vetones, corietes y austrigones, bastetanos y bástulos, etc, etc, para dar al invasor la batalla definitiva, la cosa varió de aspecto.
El encuentro fue a orillas del Ebro. La infantería cartaginesa fue impotente para romper las apretadas filas de los Iberos. Amílcar tuvo que apelar a su recurso supremo, y la formidable caballería númida se precipitó sobre las masas de indígenas. Pero ¡cual no sería el asombro de la caballería al ver que, detrás de los españoles, surgían movibles torbellinos de fuego, que avanzaban en revueltos giros contra los cartagineses! Los Iberos habían reunido verdaderas manadas de toros en cuyo testuz ardían hacecillos de paja impregnados de pez y alquitrán. Los toros son arrojados contra el enemigo y aquellas columnas de fuego, que corren, giran y vuelven a correr destrozan al ejercito cartaginés que cae deshecho. Amílcar, en su huida, se ahoga en las aguas del Ebro. Su derrota fue de gran trascendencia para la altiva Cartago, y el efecto que produjo en los Iberos fue tal, que todavía se festeja en Aragón».
Quizá por ello al toro de fuego se le llame Toro Jubillo por estas tierras, palabra que no es otra cosa que toro de júbilo o alegría.