Es curioso, cuando de arte se trata, que se quiera cuantificar una obra. ¿A alguien le interesa, por ejemplo, qué lugar ocupaba Velázquez en el “escalafón de pintores” cuando se posa frente las Meninas y aprecia toda su majestuosidad? Pues parece que en los toros si importa, y para eso sirven las orejas. Algunas, muy pocas, todavía dan prestigio, mientras las demás sólo engordan las estadísticas. Y está bien eso de valorar lo bueno, el problema es cuando lo queremos medir y no existen parámetros realmente uniformes para todas las plazas. Aunque sí se diferencian, unas de otras, por su rigurosidad o benevolencia. Por eso los premios, a pesar de ser los mismos, terminan siendo diferentes incluso en una misma tarde.
El origen de los premios a las faenas extraordinarias se remonta a la tauromaquia del siglo XVIII. En aquellos tiempos, las Juntas de Hospitales y las Maestranzas de Caballería eran las encargadas de organizar los festejos y, cuando los toreros se ganaban el beneplácito del gentío, obsequiaban excepcionalmente al matador con las carnes del animal que acababa de estoquear. Entonces el diestro cortaba una oreja del animal y se la enseñaba al público como señal de propiedad. Al finalizar la corrida, éste se dirigía al desolladero y reclamaba su premio mostrando el apéndice. Después, cuando la fiesta se hizo más del pueblo y comenzaron a salir negociantes que organizaban independientemente las corridas, la práctica de regalar los despojos del burel iba en contra de los intereses del empresario, de manera que, a cambio de la oreja, el matador recibía una onza de oro. Este premio era visto por los toreros de la época como una limosna, no como un homenaje a su valentía y destreza, así que la práctica de cortar orejas cayó en desuso.
Solo hasta el 29 de octubre de 1876, día en que Lagartijo, Chicuelo y José Lara “Chicorro” hicieron el paseíllo en la plaza de toros de Madrid, se volvieron a conceder premios. Fue en el tercero de la tarde, llamado “Medias negras” de la ganadería de Benjumea, cuando Chicorro puso de cabeza a los tendidos ejecutando a la perfección las suertes de entonces. Realizó con gracia el salto de la garrocha y en un ceñido regate a cuerpo limpio arrancó la divisa para ofrecérsela a los príncipes de Baviera que se encontraban en el palco real junto a Alfonso XII. Luego de pinchar, dejó un volapié que hizo rodar sin puntilla al burel entre el desbordado entusiasmo del público, que pedía le fuera concedido el toro, a lo que el presidente accedió y Chicorro cortó la oreja a la res. A partir de ese día no se vuelven a conceder orejas, hasta que en 1898 y en 1901 se otorgan algunas a manera de broma y sin ningún criterio, a toreros mediocres y aficionados como Leandro Sánchez de León “Cacheta” y Francisco Serrano “Paco el de los peros”, respectivamente.
Pero el establecimiento de la oreja como trofeo serio y cuantificador de éxitos, nos lleva hasta el 2 de octubre de 1910 a la Plaza de Toros de Madrid de la carretera de Aragón. Aquél día, Vicente Pastor realizó una valentísima faena ante el toro “Carbonero” de Concha y Sierra, que salió en cuarto lugar y que fue condenado a banderillas de fuego. Ante el alboroto de la gente le fue concedida la oreja, no sin la respectiva polémica por la vecindad del Teniente Alcalde, que presidía la corrida, con el torero madrileño. Esta, a la postre, es considerada oficialmente la primera oreja de la historia. Siete meses más tarde se repitió el trofeo, esta vez para una labor de Machaquito ante el toro “Zapatero” de Miura y, otro año después, se premió de igual manera una faena de Ricardo Torres “Bombita” al toro “Judío” de Santa Coloma. Ambas en la misma plaza de Madrid.
La costumbre de otorgar orejas como trofeos se fue esparciendo poco a poco por el territorio español. El 30 de septiembre de 1915 se premió de tal manera a una actuación de Joselito “El Gallo” en una corrida en la que se encerró con seis toros de Santa Coloma en la Real Maestranza de Caballería de Sevilla. Más tarde, el 28 de Abril de 1916, el premio sería para Juan Belmonte. Un día después Vicente Pastor hacía lo propio a un toro de Miura y luego repetiría Joselito, un día antes de que su hermano Rafael, después de una fabulosa faena a un toro de Gamero Cívico, cortara las dos primeras orejas de un toro que se concedieron en Sevilla.
A partir de entonces el criterio con que se premiaba era muy variable y desembocó en una creciente devaluación del trofeo, llegando incluso a una insólita situación del 29 de julio de 1934. Ese día, Fermín Espinosa “Armillita”, que toreó en Barcelona con Juan Belmonte y Marcial Lalanda, ejecutó a “Clavelito” de Justo Puente, la faena más premiada de la historia. Recibiendo por ella dos orejas, rabo, las cuatro patas y las criadillas del astado, volviendo casi a los inicios en los que el matador se llevaba el toro a su casa.
Una oreja es, a fin de cuentas, reconocimiento y homenaje, aunque en nuestros días sólo signifique un número que suma en el escalafón.