JUAN IRANZO
Así es como viven muchos que un día
pensaron en las glorias doradas del traje de luces. Seres humanos que soñaron
con la inmortalidad del que llega a ser torero. Historias llenas de verdad y de
valentía sembrada en capeas o tentaderos.
Fotos desteñidas dibujan muletazos a reses
moruchas, delatadas por el grueso de sus pezuñas, bajo la atenta mirada de un
pueblo entero y que sirven de prólogo a conversaciones llenas de dicha.
—Éste fue el Zapatones— certifica
una voz llena de melancolía y que señala con el dedo para avalar las palabras
mientras esboza media sonrisa, en la que se intuye una larga procesión de
recuerdos bajo la gorra.
—Lo nuestro tenía mucho mérito. Sin
saber… meterte con estos bichos… y aún así había gente que se nos reía…
No es para menos. Con una juventud
enclavada en campos de labranza, las escasas veces que el apretado calendario
permitía salir de verbeneo, eran la mecha que prendía la pasión de quien veía a
un Cordobés arrastrar las debilidades de un país carcomido por la
pobreza del bolsillo.
Se volvían del campo para ver por la tele
las corridas que se daban. Eran otros tiempos y como no todos tenían televisión
iban a casa del vecino que sí tenía. Los toros del blanco y negro eran capaces
de paralizar a una España entera, y permitían a sus humildes gentes, por un
momento, idealizar una vida mejor. Así enraizó la semilla de la afición en
miles de jóvenes que sentían la llamada del toreo. Unos por soñar el pase
perfecto, y otros —los muchos- por codiciar un futuro sin penurias ni escasez.
A pie, en bicicleta o haciendo autoestop,
hatillo al hombro y sin decir nada en casa, los maletillas recorrían las
provincias en busca de oportunidades, encontradas muchas veces, en los pueblos
serranos. Estos lugares eran el mejor escenario donde sacar las telas, ya que
las reses limpias de malicias, eran corridas por los mozos que se
envalentonaban para destacar sobre los otros.
El premio, además de sentir una sencilla
gloria torera, también podría llegar en forma de baile con la ansiada morena que
escoltada por sus padres, desprendía dulzura en fuerte contraste con la ruda
personalidad de las gentes curtidas por los fríos.
Pero el camino duro no era el que se hacía
a pie, pasando hambre, frío y miedo. El camino más cruel es aquel en el que la
suerte se muestra esquiva a los deseos del ser, y jamás se llega a conseguir el
antojo soñado.
Jóvenes, que fueron llamados, pero no
elegidos, y hoy con más de medio siglo de vida a sus espaldas, siguen mirando
al frente anhelando la faena perfecta bajo la atenta mirada de los días
consumados.
Gentes, que pasaron del color sepia al
color digital de las cámaras de móvil, pero que nunca renunciaron a sentir en
su cuerpo la llamada de la gloria. Que cada día sueñan con lo que pudieron ser,
pero no renuncian a serlo. Hombres que sueñan como niños, y que no rehusan a
medirse con becerra o novillo alguno, en capeas o tentaderos para sentirse más
vivos.
Ellos son, los que han elegido vivir un
sueño perpétuo.