Hasta hoy había visto muchas locuras por asistir a una corrida de toros. Desde engañar a la parienta diciendo que se iban a comprar tabaco hasta dejar un muñeco en la garita en una guardia de la mili. Conozco casos, palabra. Pero fugarse un hospital donde estás ingresado para asistir a Las Ventas es de esas cosas que salen en las películas hiperbolando caricaturas de la realidad. Lo que tiene la realidad es que supera con frecuencia a la ficción.
Nos separa una valla en la división del 3 y el 4; yo en última fila del tendido bajo, él en la primera del alto. Es mexicano, mayor y acérrimo de San Isidro, de modo que viaja a Madrid cada año para ocupar su abono. Este se vio delicado de salud y fue ingresado en un hospital. No sé si las enfermeras habrán denunciado su desaparición o rellenado el alta voluntaria, pero allí apareció el mexicano hoy con la pulsera del hospital puesta para regresar a él en cuanto acabase el festejo. Eso es afición.
Porque lo hizo para ver a tres toreros que no hacen titilar las campanillas cuando andan, ni superan los tres cuartos de plaza en que sitúa -más o menos- el abono de este año. Lo hizo para ver la segunda tarde de los Lozano en esta feria como ganaderos y tras un fiasco anterior. No parecían atractivos suficientes para firmar la fuga de Alcatraz en versión taurina y, sin embargo, allí estaba el mexicano. Viendo como se iban tres toros con las orejas puestas habiendo dejado argumentos para que se las cortasen. Ninguno de los tres cayó en manos de Ferrera.
Dos de ellos los enlotó un francés que ha pasado por la feria a medio acelerador, a media ambición y a medio gas. Por eso al mexicano no le extrañaba que se quedase a medias en el premio. Puede parecer buen premio una vuelta al ruedo en Madrid, pero no parece suficiente cuando tienes entre las manos metro y medio de cuello pidiendo la guerra por abajo. Por muy abajo. Al mexicano tampoco se lo pareció. Sí pensó, por contra, que la arrancada encendida y el tranco largo terminaban su viaje allí donde les dejaba el gobierno, pero Bautista le dio desmayo, verticalidad, hieratismo y hasta un punto de frialdad natural que quiso solventar al final buscando la aprobación del tendido. Al mexicano le gusta el toreo vertical, y que viaje la mano en el piso más bajo que tal postura permita, pero echó de menos pulso para ralentizar y alma para darle más vida al que la dejaba en el ruedo exigiendo la promesa de recordar su nombre. Peladito se llamaba ese quinto. Un gran toro.
El otro también se lo encontró Bautista haciendo segundo de función. Apenas le había dado tiempo al mexicano a tomar asiento tras la fuga de última hora, pero sí pudo ver la caja larga, la badana suelta y las sueltas carnes buscando arena con ahínco desde que salió de chiqueros. Y peto buscó el negro toro, porque aún recuerda el mexicano que Paco María se agarró en dos puyazos para atemperarle los humos al Palillo empujador. También lo empujó Bautista en el inicio, y también se acuerda el mexicano, pero sigue haciendo memoria… y no se acuerda de más.
Lo de Capea, en cambio, con el Guitarra sexto, prefiere no recordarlo. Porque embistió ese negro toro mejor que la birria tercera, más en el tipo Guardiola que en la sangre Núñez de la que el buen mexicano recuerda grandes toros. Lo fue ese sexto, con su lomo recto coronado en testud, con su carne apretada y reunida en la caja larga, con su metro y medio de cuello detrás de los dos pitones astifinos que tendían a buscarse en la línea imaginaria de su prolongación. Con su arrancada emotiva, su ritmo vivo y su chispa humillada en percales y muleta que desbordó sin paliativos la tauromaquia de Pedro. «Tal vez si le hubiera tocado otro día…», decía el mexicano mientras miraba la hora para regresar al hospital. El tipo es tan buena gente como lo es el propio Capea.
De los otros, los de Ferrera, tampoco se acuerda de mucho el fugado mexicano de regreso al hospital. Fue vibrante el tercio de banderillas con el corretón cuarto, pero fue de esfuerzo veterano el trasteo de oficio que justificaba a Antonio en Madrid. Y fue digna la batalla planteada al toraco primero que le puso por dos veces los pitones en la cara al menudo extremeño como preludio de función. «Que feo se mueve el toro», sentenciaba el mexicano viendo los tornillazos finales, los puñetazos a viento y telas, la rebrincada actitud. Lo mismo pensaba Ferrera.
Después se fue al hospital donde aún sigue ingresado. Hubiera pagado -y mucho- por ver la cara de las enfermeras con el tipo de regreso en la cama del hospital. Un aficionado a los toros que, como los toreros, salta de la camilla para terminar la faena. Hoy mi brindis va por él.
FICHA DEL FESTEJO
Plaza de toros de Las Ventas, Madrid. Feria de San Isidro, duodécima de abono. Tres cuartos de entrada.
Seis toros de Alcurrucén, desiguales de presencia, tipo y presentación. Vencido y exigente el protestón primero, aplaudido; de profunda y humillada arrancada el buen segundo, aplaudido; bonancible y noble el feble y escurrido tercero; exigente, humillado y largo el díscolo cuarto; enclasado repetidor y con fondo el buen quinto, aplaudido; humillado, emotivo y con entrega el buen sexto.
Antonio Ferrera (grana y oro): palmas y silencio.
Juan Bautista (nazareno y oro): silencio y vuelta al ruedo.
El Capea (marino y oro): silencio en ambos.
FOTOS: EMILIO MÉNDEZ