La corrida de Miura cierra Pamplona. Es el último cartucho de una feria donde el toro es hiperbólico y el billete también, por lo tanto está compensado cualquier esfuerzo. Por eso todos los toreros pugnan por estar en Pamplona excepto aquéllos a los que nos les hace falta el fruto de la salud de esta feria. Respetable; la libertad de cada uno es sagrada, o debería serlo.
Pero eso hace también que se acartelen con la de Miura toreros con necesidad de un aldabonazo, que pueden tildarse de espacialistas o llegar a matar la que queda con la esperanza de que alguno se deje pegar quince o veinte. Desde Manili hasta el propio Escribano, que hoy soportaba el sol con dos cárdenos delante, han sido muchos los toreros que se han encontrado un triunfo con los de Zahariche y les ha valido. El problema es mantenerse luego, por un lado, y sobre todo ser capaz de cruzar la línea con uno larguirucho buscándote la media.
Los que matan la de Miura necesitan el triunfo, muchas veces para volver a matarla en esta y en otras ferias. Lo sabe Manuel Escribano, al que el Miura con más calidad que se recuerda en los últimos años le abrió las puertas de las ferias. Aquel estaba en otro tipo que el tradicional Cabrera decimonónico que lucen los de la A con asas. Como el primero de hoy, que salió con la alzada menguada, el remate prominente, el morrillo pelotudo y una noble docilidad humillada para tomar los avíos. A ese le expuso Manuel en su par del estribo, del que se escapó por milímetros cuando tiró el bicho la cornada a tablas. A ese le buscó la distancia para que la inercia lo llevase largo por los derroteros del natural, pero faltó la ligazón y la emoción en una faena firme y bien estructurada que dejó el rédito de una oreja muy justita.
Otra le hubiera cortado al exigente cuarto de volar certero el estoque, pero aquello fue otro cantar. Tobillero, remontador y orientado a cada muletazo que se tragaba, planteó el animal la pelea porque se vio con poder, y ahí sí tiró Escribano de la raza que sale de apretar un diente con otro. Fue una lucha por la posición, una reyerta a navajazos de la que salió indemne el sevillano por andar listo con la cabeza y el trapo. Y tuvo mérito la labor, por imponerse y por salir sin daño, aunque no llevase el premio a la espuerta el esfuerzo que realizó.
Dos hizo el colombiano Bolívar para imponerse a los dos miuras que le visitaron las telas. Para poner en ritmo al primero y sacar hasta gusto en ocasiones para torear con la diestra. Porque no humillaba el animal, pero sí repetía con son para tragarse los pases y hasta un cambio de mano de excelente factura que de haber volado bajo en lugar de a media altura sería portada de alguna publicación. No le funcionó la espada con ese, y tampoco le dio premio matar bien al que hizo quinto. Pero no fue ese de Miura más que un toraco altón que decidió no buscar el suelo ni para encontrar el pasto. Necesitaba el triunfo Bolívar, y sólo encontró buena imagen.
Como lo necesitaba con premura un Salvador Cortés que llegaba a Pamplona después de cuatro años castigado para buscar con denuedo el triunfo que lo volviera a poner en el camino. Nada fácil fue el manso Flamenquillo que certificó su regreso negándole alguna virtud. Más opciones tuvo el sexto, que rebrincó los embroques obligando a tirar la moneda a quien quisiera triunfar. Lo esperó con un cambiado en los medios el sevillano, le quiso lanzar muleta esperando mejor respuesta, pero fue tal vez el arrebato del ansia y el toque fuerte lo que evitó encontrar mejor relación.
Y se acabó San Fermín como se acaban las cosas que no se guardan en lo eterno. Con triunfos de más y orejas de menos, aunque los que lo buscaron hoy, por necesidad vital, regresen a sus moradas cavilando sobre lo que vendrá.
FICHA DEL FESTEJO
Plaza de toros de Pamplona. Feria de San Fermín, décima y última de abono. Lleno en los tendidos.
Toros de Miura, desiguales de presencia y variados de tipo. Docilón y humillador sin poder el primero; repetidor sin clase ni gracia el segundo; manso y sin virtudes el tercero; tobillero con poder el complicado cuarto; deslucido y bruto el cuarto; manejable sin clase el sexto.
Manuel Escribano (sangre de toro y oro): oreja y ovación.
Luis Bolívar (blanco y oro): silencio y silencio.
Salvador Cortés (grana y oro): bronca y pitos.
FOTOGALERÍA: EMILIO MÉNDEZ