Perera ha hecho un trato, no hay duda. Debió ser con los dioses, porque nunca se supo del Diablo que acariciase así. Perera ha hecho un trato con los pilares que sostienen el arte de torear toros, con la historia que nos ha traído a todos hasta aquí, con la mágica perfección de la palabra temple. Con todos ha pactado Perera, y ha venido a firmarlo a Madrid.
A Madrid, donde no se supo de torero al que no se le vieran defectos. Donde sucumben las ambiciones ante la parroquia torericida que impone un canon, un toreo y una estética postural de otro tiempo y otro toro. Donde se consagran los grandes y se engrandecen más los enormes. Entre estos estaba Perera el día en que reventó Madrid. Rotundo, macizo, sin techo, sin límite conocido para ralentizar embestidas, para limar asperezas broncas, para jugarse la vida con dos orejas en el esportón por el mero placer de sentirse torero. Quien no lo es o quien no se siente jamás tendrá el privilegio de comprender el momento. Y bastante desgracia tiene.
Perera ha hecho un pacto con el dios que inventó la palabra fe. Él debió enseñarle a lanzar trapo sin una duda al salpicado tercero de pelotudo morrillo y apretadas carnes que se pasó por la faja en el quite de chicuelina ajustada, cordobina sentida y media ralentizada. !Oooooooolé¡ dijo Madrid en una palabra que duró un mundo. Como la media que dibujó Miguel por su trato con el dios del temple. Él fue quien maceró en sus muñecas el diapasón natural que lleva conectado al pecho para mecer el toreo al ritmo del corazón, tocando con cada latido sereno y suave, cada vez más lento, más quieto, hasta que llega el momento eterno de detener la embestida y ajustarla al mismo ritmo. Más de cien toreros grandes pactarían con Belcebú por conseguir ese don. Pero Satán no acaricia -dicho éstá- como lo hace Miguel.
Hoy lo hizo con los belfos del tercero a dos dedos de los flecos, entregando corazón y vida enterrado entre la arena de su propio sentimiento. No era humano para pensar, sino un alma para sentir, para encontrar el pulso perfecto, el toque perfecto, la distancia perfecta y el toreo que reunía siglos de historia para hacerse presente en el trapo que ejercía de diapasón, que dibujaba el sueño que tuvo una vez y venía hoy a traerle la vida en tres tandas rotundas de soberana mano diestra. Sin esencias, sin duendes, sin descanso y sin desfallecimiento de pases ni de pasos. Sentir el cielo debe estar muy cerca de eso. Saberse sin cuerpo debe ser permitirle a las dos guadañas del renegón sexto amenazar con la Parca sin llegar a rozar franela, sin tener nunca una oportunidad con el tío de verde y oro que hizo un trato con la gloria.
Ni con dioses ni con demonios pudo El Juli pactar para tener entre telas dos aprendices de bravo. Desentendido del mundo cuando llegó a la muleta el cobarde Zalduendo que hizo primero bis; violento y amenazante el geniudo cuarto del hierro titular que no se entendió con la muleta firme, la capacidad imperiosa y la ambición disparada del que volvía tras dos años a la plaza de su vida. Esa que le teme porque no entiende que la quiera aunque no la necesite para gobernar el toreo que él impone y persigue, ni para dejar su huella en otros que envidian su capacidad. Son otros tratos los que firmó Juli, aunque hoy no fueran muy propicios.
También se vio en el ruedo grande el trato de Manzanares con los dioses de los vuelos y las diosas del empaque, aunque se vieran también tretas entre embroque y embroque. Sabe Josemari colocar a los animales en el ritmo correcto sacrificando el ajuste por la tersura en el trazo. Sale bonita la escultura cuando se capta un instante, pero queda desnudo el resto del dibujo por desangelar el compromiso en busca de la razón. Le otorgó mil virtudes su pacto con los dioses al torero de rehata, pero un hombre debe partirse el alma cuando aspira a ser un dios.
Hoy fue sólo un torero el que selló el trato con la historia, con el toreo y consigo mismo. Hoy sentirá Perera la grandeza sin mácula de sentirse torero, aunque sea desmadejado tras atravesar el portón. Hoy un extremeño vino de La Puebla decir el misterio, desnudo de artificios que maquillen la atención. Y Madrid se rindió, en pie, a la máxima expresión del temple.
FICHA DEL FESTEJO
Plaza de toros de Las Ventas, Madrid. Feria de San Isidro, decimocuarta de abono. ‘No hay billetes’ en los tendidos en tarde nublada, fresca y con algo de viento. Seis toros de Victoriano del Río, desiguales de presentación. Devuelto por flojo el primero; con calidad y duración el segundo; enclasado, templado y largo de viaje el gran tercero; violento y descompuesto el cuarto; aburrido y sin gracia el deslucido quinto; protestón y renuente el áspero sexto. Y un sobrero (1º Bis) de Zalduendo, rajado y deslucido.
Julián López «El Juli» (gris plomo y oro): silencio y silencio.
José María Manzanares (sangre de toro y oro): ovación y silencio.
Miguel Ángel Perera (verde esperanza y oro): dos orejas tras aviso y oreja tras aviso.
Saludó Juan Sierra tras parear al tercero.