DAVID JARAMILLO
Da igual cómo, pero que se mueva. Esa parece ser la premisa, el detonante para que un toro sea ovacionado o no en el arrastre. Hace tiempo que en Madrid y en muchas otras plazas se acrecienta esta tendencia que confunde movilidad con codicia, aspereza con casta y huida con empuje. Y hoy fue más que evidente. Cuando «Cetrero» salió de los corrales en quinto lugar, su seria estampa le hizo merecedor de una bien ganada ovación de entrada. Tenía trapío por los cuatro costados, su rematada presencia imponía mucho más que un respeto tremendo, generaba pavor. Pero sus hechuras, demasiado montado, ya vaticinaban que iba a ser difícil que humillara con entrega. Pero ahí estaba, moviéndose en la arena y con todos los ojos sobre él, y sobre Morenito, que tenía que resolver la papeleta.
Listo él, que notó la reacción del público con el toro y le dio gusto al tendido. Lo puso largo en el caballo no por bravo, sino porque galopaba con alegría. Jesús aprovechó esa condición para tapar otros muchos defectos del toro, como ese soltar la cara tras el embroque y el querer frenarse una vez que llegaba a las telas. Por eso la inercia de la distancia le regalaba esos dos pasitos de impulso para salir del muletazo, lo otro era limpiarlo, conseguir que no tocara las telas con ese molesto cabeceo, con la poca clase que sacó en ese tramo final y volver a engancharlo antes de que se parara, para que no perdiera la carrerilla y volviera a salir, porque nunca empujó las telas con los riñones, buscando los flecos por abajo, ganando potencia en cada paso, como lo hacen los bravos de verdad, sino que huyó hacia adelante para quitarse de en medio aquello que le molestaba, perdiendo el impulso, que es lo que hacen los mansos con energía suficiente para solo moverse. Pero eso ahora se aplaude, se ve como un valor per se, que se mueva, que vaya y, si eso, que vuelva. Y si suelta la cara, mejor, que eso vende, transmite peligro, eso es «casta”, dicen algunos.