Dicen que el amor es ciego. Y, viendo lo que ve uno cada día cuando mira en derredor, debe ser cierto. También lo es en el toreo, porque ha habido toreros que han entrado en la historia sin que nadie acierte muy bien a explicar cómo lo hicieron. O, al menos, cómo lo hicieron para parecer tanto incluso viviendo la era del vídeo. Pero hoy, en Madrid, este modesto periodista ha comprendido que, si la ceguera es característica del amor, la sordera debiera serlo del toreo. Al menos, en Madrid.
En ese tendido enorme en el que todo el mundo sabe más que tú y te cuentan que todo aquello por lo que llevas aprendiendo veinte años es mentira y que lo que le estás haciendo al primero para ponerlo en ritmo y apuntalar su clase es trampa, hay que ser sordo para que no te afecte. Porque en el toreo, entre lograr la obra sublime que recordará mñana el mundo y que todo se acabe en un mal trance que desearías no haber vivido la diferencia está -muchas veces- en una palabra de aliento. Eso es para los que oyen -y muy bien- como Urdiales, que hoy cometió el error de hacerles caso a los que le recomendaban ponerse bien para terminar toreando mal.
Diego -que otra cosa no tendrá, pero pureza la regala- no lo entendía, como es lógico. Acababa de soplarle al abreplaza muletazos excelsos, mejores incluso que los de aquel Fuente Ymbro de la gloria otoñal. Entre otras cosas, porque este Niñito embestía con mucha más clase, se reducía en el embroque y se rebozaba en los finales. Pero como Diego no se ponía como le gritaban desde el tendido… allí no estaba pasando nada. Pero es porque el toreo debe ser sordo en plazas como Madrid.
Que se lo digan a Juan Ortega, que, como es sordo, le va a hacer al que llegue a sus telas lo que considere oportuno, le grite el 7, el 12 y medio o el Sun Sun Korda. Juan te puede gustar más o menos. Te puede parecer más o menos parecido a los cánones del toreo eterno. Te puede parecer, incluso, un torero fragilito que sólo torea el toro que sale para él. Y eres muy quien, mi querido lector, para pensarlo. Pero ese tipo de verde botella que hoy se anunció en Madrid con el segundo y el quinto tiene un magnetismo, una personalidad y una forma de caminar por la plaza que lo aleja de cualquier actividad que no sea el toreo. Y eso es una cualidad de los elegidos.
Como lo es comprender que ese quinto -mucho menos toro que los demás- iba a meter la cara y el alma en los vuelos del percal, con una codicia que despejó cualquier duda del que debía luego ponerle delante el trapo rojo. No embistió todo lo bien que lo recordaremos para siempre; tampoco Juan lanceó con la perfección que ya se ha instalado en nuestra memoria. Pero es que Ortega tiene tal capacidad para transmitir al que observa el toreo que imagina, que lo hace incluso cuando no lo ejecuta todo lo bien que quisiera. A ver quién puede decir eso en el escalafón actual…
Porque lo que sí sucedió en ese quinto acto es que Juan supo esperar la llegada -que no provocar la arrancada- y manejar ese tempo con la muleta tan tersa que no se veía mover un pliegue mientras duraba el muletazo una barbaridad. Y al final, cuando ya parecía que embestida y trazo iban a morir, un muñecazo imperceptible regalaba un último medio tranco más, que era donde se rompía la plaza. Sublime. Sobrecogedor por momentos. La magia que encierra esa grandeza del toreo que lo hace distinto en la plaza que por televisión. Luego, cuando la magia se va entre el gintónic y el exabrupto al presidente por no conceder el orejón, van los custodios y le pitan la vuelta al ruedo. Menos mal que Juan está sordo y paseó en la vuelta, al ladito de la oreja conseguida, el símbolo verde de uno al que le tenían el amor ciego…
Pablo Aguado también está sordo, pero es bastante más selectivo a la hora de escuchar a unos y a otros. Sabe que mueve el trapo rosa como pocos en el escalafón, y lo echa por delante cada vez que puede. Pero es que cuando lo hizo con el tercero fue para trocar los improperios del tendido al trapío del toro en olés barrigueros y entregados a las verónicas encajadas, reunidas y lentas de dejó para mayor gloria de una tarde -dicho está- que tuvo mucho más argumento del que se recordará. Pecó, tal vez, de emborracharse de embestidas de color rosa, porque quizá el otro quite, por verónicas y entre puyazo y puyazo, pudiera haber sobrado para preservar al toro. Al excelente toro. Pero cuando tocaron a muerte y Potrico llegó a su cita con la historia entregado, codicioso y bravo, Aguado le dio limpieza, pulcritud, estética y mimo. Por eso todo se fue muriendo entre lo que Potrico quería y lo que recibía del sevillano. Y todo llegó a parecer aburrido. Con el sexto, peor toro y en peor hora, de hecho lo fue.
Pero para entonces ya estaba el pescado vendido. Aunque hoy no había televisión y hubo mucha menos gente que vio una enclasadísima corrida de El Pilar que se fue con los despojos puestos por el amor ciego de los custodios a contradecirse y la sordera de un presidente ciego para no ver los pañuelos y sordo para no escuchar los gritos. Luego siempre encuentran algún subterfugio en el Reglamento. Pero ¿qué coño tendrá que ver la norma con los muletazos que pegó Juan Ortega hoy…?
FICHA DEL FESTEJO
Plaza de toros de Las Ventas. Cuarta de la Feria de Otoño. Corrida de toros. Más de tres cuartos de entrada en tarde soleada (20.096 espectadores, según la empresa).
Toros de El Pilar. Enclasado y con ritmo, pero sin fuelle el primero. También con clase pero sin fortaleza el segundo. Importante el tercero, con motor, ritmo y entrega. Muy deslucido y a menos el humillador cuarto. De humilladora calidad el quinto, pero al que le faltó un punto de poder. De complicado pulso el ritmo del sexto.
Diego Urdiales (esmeralda y oro): Silencio y silencio.
Juan Ortega (botella y oro): Silencio tras aviso y vuelta.
Pablo Aguado (cobalto y oro): Ovación y silencio tras aviso.
Al finalizar el paseíllo se guardó un minuto de silencio en memoria del matador de toros Luis Alfonso Garcés, fallecido el día de hoy.
GALERÍA: LUIS SÁNCHEZ OLMEDO
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