El ciego osado fue a los toros a Valdemorillo confiando que no hubiera un tuerto en su misma fila para rebatir las incongruencias que da por válidas cada vez que un bovino remata en un burladero. Acudió a la cubierta a resguardarse del frío, metió las manos en los bolsillos, esgrimió la tiritona para no aplaudir y subrayó su actitud con silbidos cuando no comprendió lo que pasaba en el ruedo. Fue osado el ciego, pero no estuvo sólo.
Se sentó junto a él el tuerto, que ve por un ojo pero como si no lo hiciera, porque se sumó su complaciente actitud a la de los perezosos del aplauso que se olvidaron el pañuelo y se trajeron su ignorancia. Uno y otros hicieron el mismo mal a una tarde donde no acudió el toro pero sí se hicieron grandes tres toreros que supieron echarse a la espalda la responsabilidad de una tarde con la tele en directo, los taurinos ávidos de emoción y los oportunistas esperando que a alguno se le fuera un pie para cerrarle otra puerta. Eso no le importó al ciego osado, pero tampoco al tuerto, ni a su complacencia.
Mientras tanto esgrimían tres toreros en el ruedo las armas que les llevaron a él. Compuso con gusto Curro Díaz al bueno sin fuelle y porfió con la prenda resabiada que le buscó los tobillos cuando llegábamos al cuarto acto; templó con suavidad máxima y pulso valeroso Gallo al bueno, al mejor de la corrida, y le puso los bemoles encima al burriciego quinto, tan corto de vista como los que pitaron mientras se jugaba la vida; a Saldívar le tocó sudar con el lote, al que el valor y el oficio del mexicano adornaron con virtudes virtuales que sí quisieron ver los que ocupan el tendido.
A Gallo lo pitó el ciego osado porque pareció fácil jugarse el cuero con una birria ciega que hasta se fue una vez por el lado derecho cuando lo citaba el charro por el izquierdo. El tuerto intuyó que había que tener dos pelotas para pasarse las inciertas guadañas muy cerca mientras se hundía en la arena, pero calló por no discutir. Indiscutible fue la obra maciza y segura, templada y despierta que dejó Eduardo con el segundo. Ese toreo es de otra liga, pero al ciego y al tuerto se les olvidó el pañuelo.
También sintió los rigores de la ignorancia Curro Díaz después de porfiar con fe y con argumentos con la prenda cuarta, de hule fácil y entrega nula. Pudo, eso sí, encajarse con trazo bello con la noble calidad del abreplaza, que duró poco; lo justo para que dejase el jiennense un cambio de mano de partir el misterio. El ciego no lo vio, como es obvio, pero dolió que no lo jalease el tuerto como ese toreo merecía.
Cuando el sexto le dejaba las miradas en la talega que le midió previamente a Saldívar, ciego y tuerto estaban aburridos del festejo. Ambos, curiosamente, dejaron la ovación de la tarde en el gesto de Arturo de voltear la montera, boca arriba tras el brindis. De gran aficionado es el gesto, lo sabe todo el mundo. Lo de valorar la seguridad y el oficio de un mexicano que lo aparentó fácil les resultó también demasiado sencillo. Como lo de comprender que viene de triunfar en La México y hacer un viaje de diez horas para que le saquen el genio dos chivos de Pereda.
Que les comprenda el torero, que para eso le pagan. ¿O no…?
FICHA DEL FESTEJO
Plaza de toros de Valdemorillo (Madrid). Feria de San Blas, segunda de abono. Dos tercios de aforo en los tendidos. Toros de La Dehesilla (noble y con calidad el feble primero; de gran clase y fuelle justo el buen segundo; burriciego e incierto el manso quinto) y José Luis Pereda (informal y sin entrega el manso tercero; reservón y sin entrega el cuarto; medidor y a la caza el sexto).
Curro Díaz (verde botella y oro): al tercio y palmas.
Eduardo Gallo (azul rey y oro): vuelta y silencio.
Arturo Saldívar (tabaco y oro): al tercio y silencio.
FOTOGRAFÍAS: FRAN JIMÉNEZ