Marco A. Hierro / Foto: Arjona-Pagés
Dicen que mandan los que cortan las orejas. Dicen a los pequeños, cuando quieren ser toreros, que deben tocar el pelo cada tarde que se vistan de chispas, y esos son los que dicen que mandan en el sistema actual. «Los de valor a mandar y los de arte a acompañar», reza el manoseado mantra que, después de la tarde de hoy, Sevilla ya no cree más. Que mandará el que pasee más despojos, es verdad; pero es quien no los busca quien escribe su nombre en la historia. Y así ocurrió la tarde en que reventaba La Maestranza con el cartel en que -para los amigos de las etiquetas- el arte se jugaba los cuartos con el valor. Pero es que hace falta mucho -pero mucho- valor para torear como lo hizo Morante hoy.
El sobrero de Juan Pedro que terminó abriendo plaza era un castaño manilargo que no embistió ni una vez; tiró arreones, pegó bocados y no le propinó una coz a Morante porque no se esperaba que nadie se quedase tan quieto delante de él. Tampoco se lo merecía, pero demostró el de La Puebla que tiene valor y sabe ponerse hasta con una devanadera sin intención de embestir. Para matar ya no había paciencia en un Morante que se ahorró el compromiso. Bastante le había expuesto ya.
Al segundo lo quiso saludar Juan Ortega con verónicas de encaje al frente, pero le faltaba un trancazo al juampedro –o dos- para que fuera posible. Por eso le sopló Roca Rey un quite por chicuelinas donde le reivindicaba al sevillano su papel protagonista con la quietud como arma. Pero bastó un inicio, torero y al ralentí, para demostrarle a Sevilla que Ortega no compite porque le da igual el resultado; lo que importa es la forma. Y ese pecho al frente, esa cintura cimbreante y esos pies en dirección al toro, que no se levantan del suelo hasta vaciar el muletazo, no son un medio para ganar, sino una oda a la libertad de expresión. Sevillanos los trincherazos, muy de Domingo Ortega la forma de andarle al toro, y de Juan, de Juan Ortega, la manera de torear. Y también la de matar, porque también es desgracia que sólo partas en dos a los toros que no se lo merecían.
El tercero salió alumbrando con sus dos puntas la sombra que ya abarcaba todo el ruedo. Y se fue sin ritmo ni demasiado afán a perseguir el capote de un Roca Rey que le caminó para atrás hasta dejarle media chicuelina perfecta en el centro del anillo. Parecía la tarde elegida, el momento en el que Andrés venía a golpear la mesa con su martillo de mandón. Y con su inicio de rodillas con cambiado por detrás que ya es marca de la casa, aunque no esperaba la vencida a diestras del astifino juampedro cuando ya pensaba en el remate. Casi. Después mandó él. En el toreo con la derecha, en la largura de los trazos, en el momento elegido para que se arrancase y hasta las veces que tenía que respirar entre las tandas. Mandaba en todo el peruano, que también es español. Y recogió el reconocimiento a quien es capaz de exprimir a un toro en tono gobernador. Pero cuando cayó tras el sopapo toricida que se le fue al Bajo B ya nadie era capaz de rememorar un solo lance. Y a él sí le importa el pelo.
A Morante no. A José Antonio le importa dejar su impronta en un saludo de rodillas con media larga invertida, ponerse en pie con cuatro verónicas de profunda fábrica y rematar con una media a medias en los medios mientras había arrancado la música. Magnífico el de la Puebla. Como lo estuvo en esa forma de gallear por la cara con el envés del capote, toreando sin torear para ponerlo al caballo. Torear es lo de después, cuando abrió el percal, citó con mentón y voz y lo envolvió en dos verónicas y una media que hacían saltar las lágrimas. Expresión. Como la que tuvo Juan Ortega para responder por el mismo palo y dejarle una media verónica tan al ralentí que todavía la está pegando. Y Sevilla loca.
Porque el inicio genuflexo a dos manos que firmó Morante no está ya en el repertorio de casi nadie en el escalafón y eso lo hace distinto. Y cuando luego le daba el toque firme, lo embarcaba en la bamba y se lo llevaba tras de sí con esa cintura prodigiosa que nadie le adivina a primera vista en lo que menos pensaba era en las orejas que le iba a cortar. Importaba la forma de colocarse para lograr el muletazo previsto, decir el toreo con la máxima verdad que uno tenga dentro y rematar con uno de pecho que pareció no acabar. No. Allí no importaba cuánto. Importaba cómo se dibujaba el natural metido entre los pitones, transmutado, entregado y olvidado del cuerpo. Tan ensimismado estaba José Antonio el de La Puebla en la profunda verdad de los naturales entregados, que llegó la cogida por echárselo tan atrás que no se podía escapar. Ni se miró, a pesar de la paliza; porque lo importante no eran las orejas que paseó tras reventarlo, sino las letras mayúsculas con las que entró su nombre en la historia. Morante, maltrecho y magullado, pocas veces se sintió tan torero.
Tampoco Juan Ortega, que se durmió tanto en el dibujo de los lances con los que saludó al quinto que dejó dolorido al animal para que le protestase la entrega. Pero siguió embistiendo hasta la media tan personal que dobló el de Sevilla. Fue por chicuelinas el quite de Juan, pero fue lo único que no encajó, porque el vicio de acostarse a diestras dejaba poco margen para las ternuras. Y su falta de fondo alarmante, que hizo que llegase casi sin viaje al saludo de muleta. Pero era lo que había y había que decir el toreo con aquello. Así que se puso a expresar Juan Ortega con el material imperfecto que la tomaba bastante peor de lo que la echaba el sevillano. Tres naturales sin ligazón brillaron a destellos en una faena de suavidad que había terminado antes de empezar. Porque cuando tocaron a muerte ya no había cuánto para sostener el cómo. Y aún así lo supieron entender.
El sexto era un toro guapo. Sevillano. Dispuesto a acudir al percal de Roca Rey. Y tan sorprendido como todos por esa media cordobina medio invertida que se inventó Andrés para volver al escaparate tras los compañeros de cartel, larga cambiada de rodillas incluida para rematar. La diferencia es que en Andrés, por concepto, la invención lo llega a salir natural. Lo suyo es más de encararse con el serio colorao de sien estrecha y arrastrarle el trapo sin piedad para que supiera quién manda en esto. Y por eso claudicaba el toro antes de morir el de pecho. Coladas, cabezazos, dentelladas y puede que hasta mordiscos terminó pegando el desfondado animal, con el genio suficiente para morir queriendo matar. Y para dejar en nada el casillero de Andrés, sin costumbre de que eso suceda.
Pero fue la tarde del cómo y no del cuánto, y en eso no se puede competir con un Morante o un Juan Ortega. Aunque soportes el peso de vaciar la taquilla, porque al final, los que viajan por el mundo en pos de quien diga el toreo hacen cola detrás de Morante, y son legión. Y ahora también tienen futuro para seguir creyendo, porque existe Juan Ortega.
FICHA DEL FESTEJO
Plaza de toros de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla. Duodécima de abono. Corrida de toros. Lleno de no hay billetes.
Toros de Juan Pedro Domecq, el primero como bis. Devuelto el primero por flojo; un demonio a la defensiva y sin entrega el primero bis, pitado; agradecido y obediente el noble segundo; docilón sin mucha clase el aprovechable tercero; enfondado y a más en la entrega el cuarto; deslucido y vulgarón el quinto; correoso, geniudo y a mucho menos el colorao sexto.
Morante de la Puebla, silencio y dos orejas.
Juan Ortega, ovación y ovación.
Roca Rey, silencio y silencio.
Incidencias: Saludó Juan José Domínguez tras banderillear al tercero.
Morante desata la locura en Sevilla en una tarde para la historia con el cuarto toro de Juan Pedro Domecq, cortando las dos orejas. pic.twitter.com/EaKmucFUvK
— Toros (@toros) October 1, 2021
FOTO: DIEGO ALAIS