Fue cuando concluía el festejo en Sevilla, el penúltimo de una feria en la que han ocurrido muchas cosas. Pero las esenciales estaban ya sobre la mesa, y entre ellas estaba la tercera Puerta del Príncipe del año, que llevaba el nombre de Roca Rey. Entre bambalinas, la sonrisa de su apoderado, Roberto Domínguez, indicaba que todo se había colocado según sus planes; la de Andrés, a la orilla del Guadalquivir, con una pléyade de chavales acompañando su paseo en hombros, marcaba el final de una tarde propia de una figura del toreo.
La de Roca Rey, la última de su ciclo abrileño, fue la actuación del torero que no deja pasar ni la posible -con ese toro segundo de tanta bravura como escasa estampa-, ni la imposible -con un quinto de Cortés con mucho temperamento y poca o ninguna humillación-. Se montó encima de los dos en distintas circunstancias y con ambos conquistó un tendido que sólo hace una semana le regaló su crueldad.
Venía preparado el peruano para reconquistar uno de sus feudos, y no ayudó mucho la corrida de Victoriano del Río -una escalera impropia de la presentación de Sevilla-, pero sí lo suficiente para sacar cualidades con las que pudiera moldear su obra Andrés. Movilidad, para que pudiera iniciar trasteo Roca Rey de rodillas en los medios, con cambiados por la espalda y dos de pecho, ya de pie, de enorme trayecto hasta la hombrera contraria. Inercia, para que pudiese dar distancia Andrés y usar las arrancadas para empujar la voluntad del toro, que tenía calidad para entregarse en el trapo. Incluso cuando lo apretaba Andrés en un circular que transformaba en redondo completo con un cambio de mano oportuno. La Maestranza ya estaba en pie, pero necesitaba más. Dos naturales sueltos volaron macizos en una serie de ritmo menor, y hasta se llevó una voltereta por su entrega antes de entrar a matar. Eso dibujó un escenario de tendido a favor, pero el sopapo fulminante que recetó al estoquear tuvo la contundencia para llegar a las dos orejas.
Estaba sólo a una de lograr esa Puerta Grande por la que ya se habían ido Perera y Luque antes que él; esa debía llegar en el quinto, y llegó. De ahí la sonrisa de Roberto. Pero antes tuvo que arrear Andrés la brasa temperamental que fue el de Toros de Cortés, que ni humilló, ni tuvo clase ni fue un animal de calidad, ni falta que le hizo al peruano. Acudió, obedeció y se desplazó. Y con eso le bastó a Andrés para estructurar tras los estatuarios iniciales. Porque se abría el toro, y eso le vino bien para ligar metíéndolo en la vía sin dejar que parase. El arrimón final con un toro más descompuesto que bravo, con los pitones entre el pecho y la barriga, aseguraban el botín si no se marraba a espadas. Y la espada viajo tan certera que fulminó al de Victoriano. Otra oreja rotunda al esportón de Andrés y una sonrisa orejera al rostro del apoderado. Salían las cuentas.
También le salieron a Pablo Aguado, que se fue con una oreja después de darle mimo y buen trato a un cierraplaza mortecino y sin vida que, sin embargo, obedeció al trapo de Pablo para que pudiese brillar. Poco le importó que arreciase entonces la lluvia, que el frío se hubiera instalado en el Baratillo o que tuviese el respetable prisa por volver al hogar: el sevillano saboreó cada trazo, cada arrancada, cada muñecazo sutil que vaciaba con los vuelos. Por eso, porque se dedicó ese toro a su disfrute personal, contagió al tendido de toreo. Fue con naturalidad, con ese personal toque de no colocar el cuerpo, sino acomodarlo a su toreo; de no empeñarse en ligar las arrancadas, sino que fueran excelsos los muletazos sueltos; de no rematar como todos, sino dejar que volase el pellizco de los cambios de mano quitando el trapo del morro. Torerísismo. De oreja.
El que no obtuvo premio fue Juan Ortega esta tarde, pero ya le recordó Sevilla quién fue en su primera tarde abriendo el festejo con una atronadora ovación. Se acuerda Sevilla de los hitos extraordinarios, que no necesariamente se han de premiar, y Ortega ya es, de pleno derecho, autor de una obra eterna para los anales del toreo. Esa no la dejó hoy, pero sí detalles de su nueva religión. Igual con el enclasado primero, de nula vida y anodino proceder, que con el mortecino cuarto, que intentó que se mantuviese en pie tras un inicio soberbio de doblones genuflexos para empujar su intención. Pero no soportaba el funo la ligazón de los pases, ni dejaba de hacer hilo al perderle un paso Juan, con lo que todo quedó en detalles de un torero que tenía la feria ya hecha.
La amarró hoy Roca Rey, que se habrá ido a la cama a gusto, sabiendo de la sonrisa de Roberto cuando alcanzó el hotel. Una tarde de figura, la de hoy, que se saldó con victoria.
FICHA DEL FESTEJO
Real Maestranza de Caballería de Sevilla. Feria de Abril, décimocuarta de abono. Corrida de toros. No hay billetes.
Toros de Victoriano del Río (primero, segundo, cuarto y sexto) y Toros de Cortés (tercero y quinto), desiguales de presencia. Enclasado sn fondo ni chispa el anodino primero; repetidor con calidad el bravo y esmirriado segundo; codicioso y con celo, pero sin calidad el tercero; de gran calidad sin fuerza para sustentarla, el cuarto; temperamental y emotivo sin humillación ni clase, el quinto; obediente sin humillación el mortecino sexto.
Juan Ortega (oliva y oro): silencio y silencio.
Roca Rey (grana y oro): dos orejas y oreja tras aviso.
Pablo Aguado (negro y plata): ovación y oreja.
FOTOGALERÍA: EDUARDO PORCUNA