La tarde otoñal se parecía más a una de verano, azul Velazquez el cielo, las banderas recogidas en los mástiles, calores… ¡Qué contraste con la que, mismo cartel (tres toros cambiados del original, ya con los seis años a cuestas) se suspendió hace unos días por el aguacero torrencial y la lona precaria.
Aún con el aforo a medias, cuando la norma sanitaria ya permite lo contrario-creo, pero vaya usted a saber- Las Ventas lucía esplendorosa y quien más quien menos barruntaba triunfos. Pero no. Antes del paseíllo un chaval desplegó una pequeña pancarta de diseño propio -intuyo- que reclamaba la libertad negada por un Gobierno y un Ministro de Cultura rehenes de sus servidumbres, con la Tauromaquia como objetivo. Fue la más larga y sonora ovación del festejo, junto con la que recibió Paco María, (gran) picador a las órdenes de José María Manzanares, tras un tercio de varas pleno de emoción en el quinto, que fue el mejor con diferencia de los tres y tres de Jandilla y Victoriano.
Venía Urdiales de rendir La Maestranza pero el feble primero, protestado con la razón que no siempre les asiste por el sector habitual -¡cómo la gozan!- arruinó toda opción. Tampoco el cuarto, con menos clase que un tuercebotas futbolero, permitió al arnedano otra cosa que porfía y compostura.
Tampoco el primero de Manzanares dio para mucho. Sí el encastado quinto, con el que José Mari se gustó por el pitón derecho y no tanto al natural. La faena estaba en un crescendo pero, faltaría más, surgieron esas voces, destempladas , groseras incluso, que tantas faenas han arruinado en la primera plaza del mundo y a la que tanto quiero. Tanto, que no dudo en pegarme un madrugón, ida y vuelta en el AVE, para sentarme en su piedra y respirar bajo la mascarilla su aire torero.
Pero -decíamos- ni siquiera una fea voltereta fue tenida en cuenta por los beligerantes, que ya respiraron tranquilos cuando el estoque casi infalible del alicantino se atascó, no fuera que el resto de la plaza pidiera la oreja. La ovación al toro, tan unánime como merecida.
Otra voltereta, por la que visitó la enfermería tras estoquear al toro, sufrió Ureña en el tercero, al que toreó con su sentido agonístico de la lídia, entregado y espatarrado. En el sexto, huida va, cabezazo viene, nada que rascar. Y el viajero, el exiliado taurino, mientras los toreros abandonaban el ruedo entre tibias palmas y algunos pitos de los recalcitrantes, se resistía a abandonar su escaño venteño, sabedor de que por delante quedan meses de soledad taurina y con la impresión de que si a las afrentas de la política respondemos desde el ombliguismo tenemos la batalla perdida.
La temporada que ahora acaba, pese a tanto, ha tenido una altura artística que marca un punto de inflexión positivo. Por eso, bien está la exigencia, más aún si de Madrid se trata. Pero instalarse en la intransigencia, venga o no a cuento; en la negación de lo bueno; en jalear lo malo…. es dar (aún más) munición al enemigo, que va sobrado.
Sí, fue esta una tarde desabrida, en mal momento además. Iceta sigue bailando.