Marco A. Hierro / Foto: Pablo Ramos
«Así te toque un toro bravo». Parece sacado de una película de Fernando León de Aranoa; un aspirante a torero le hace un desprecio a un gitano mientras entrena en el barrio y éste le lanza la maldición que parece contradictoria. «Así te toque un toro bravo». Y ese toro llega en Madrid, con la plaza llena, con la tele emitiendo en directo, con millones de personas viéndote en todo el mundo. Y tú no eres capaz, por muy bien que lo quieras cuajar, de estar a la altura del torrente de codicia, de embestidas entregadas, de exigencia de carecer de errores hasta que lo lleven a destazar. Ese toro, bravo como un tejón, lo enlotó hoy Manzanares en Madrid. Y lo echó quinto.
Era un salinero guapo, generoso de arboladura y de badana, corto de manos, apretado de trana, largo de lomo y con cara de buena gente. A pesar del ímpetu con que se arrancó al caballo de Paco María para derribarlo con facilidad. La pelea en la segunda vara, de perfecta ejecución por parte del picador charro -de Muñoz, para más señas-, tuvo fijeza, celo, entrega y recarga, como requiere el comportamiento de un toro bravo. Y Casero lo fue. Sin ninguna duda. Porque también derrochó la exigencia de un toro bravo de verdad, la que encierra la maldición del gitano con que empezábamos la argumentación. Tanta, que había que entregar mucho, que comprometer mucho, que apostar mucho para estar a su altura.
Casero recordó de inmediato, en pinta, en capa y en hechuras, a aquel Cervato con el que Talavante marcó un antes y un después en su carrera en aquel San Isidro de 2011. Luego, cuando iba vendiendo más caras esas embestidas con chispa, con emoción, con codicia y con transmitidora entrega, Casero se convirtió en el toro de la tarde por seguir pareciéndose a aquél, por comportarse como aquél, por ofrecer lo mismo al que estaba delante si el de delante le daba lo mismo que le dio Talavante a aquél. Humillación entregada, cara volcada, desliz en el viaje, repetición en la arrancada y ligereza en el ritmo para volver y volver. Para enfrentarlo había que echar el bofe y aguantar el tirón hasta llegar a su gran fondo. Pero ¿lo logró Manzanares…?
En Madrid todo se magnifica, pero es que el Madrid de hoy no es muy reconocible desde el tendido. Tal vez la pandemia ha avivado las ganas de aplaudir en la nueva normalidad; quizá el ansia de ver cosas importantes hace que se anime con el aplauso a comprometerse más. No lo sé. Pero lo cierto es que se aplauden lo que siempre han sido accesorios que servían para llegar al momento de echar la moneda de verdad. Y con verdad. Se corea la preparación, de forma que a veces no es necesario llegar al cogollo de poner los muslos. Salvo que seas Ureña y no lo sepas hacer de otra forma, porque el murciano se podrá equivocar en el trazo, en la estructura o en el planteamiento, pero jamás se preguntará nadie si se pone o no.
Pero Ureña estuvo a penas un momento delante de Casero, y fue para hacerle un quite del que nadie se acordará especialmente. El llamado a cuajarlo y a erigirse de nuevo en conquistador de Madrid fue Manzanares, que hace ya cinco años que cuajó sin paliativos a aquel Dalia del mismo hierro y ayer se marchaba andando tras recibir la ovación. Lanceó con seguridad, es verdad; cuidó la lidia que se le daba, en la que hasta saludó Mambrú tras dos pares de espectacular exposición. Luego le hizo inicio y trató de echarlo hacia adelante con la rodilla genuflexa -cuando no suele el alicantino dejar inicio alguno con los toros-. Lo probó, lo vio y le planteó la lidia tirando de sus armas: tremendo poder en el trapo, manejo sublime de los vuelos y un empaque único y heredado que provoca que sus fotos sean por lo general lo más bonito de la tarde. Pero Casero, que se reservaba el derecho de admisión, exigía, además, entregarle el alma. Y eso fue más complicado.
Por eso se le aplaudió a Manzanares, mucho por momentos. Hubo una serie maciza y ligada con la diestra, con exigencia y transmisión. Y un cambio de mano vertical y sentido en el que un pequeño destemple lo castigó parándose el salinero y Josemari no movió ni un músculo a dos centímetros del pitón. Todo ello le hubiera valido premio si el estoque, el arma más segura que tiene el Manzana, hubiera volado certera, como en cualquier otra ocasión. Y otra le habría cortado al segundo, que tuvo virtudes de mediotoro que sí supo aprovechar y el pinchazo dejó en nada. Una Puerta Grande más que llevaba escrito el nombre del hijo de Manzanares. Pero ¿estuvo lo expuesto en la arena a la altura de semejante torazo…?
Aceptamos argumentos…
FICHA DEL FESTEJO
Plaza de toros de Las Ventas, Madrid. Sexta de la Feria de Otoño. Lleno en el aforo permitido en septiembre.
Tres toros de Jandilla (primero, segundo y tercero) y tres de Victoriano del Río (cuarto, quinto y sexto).
Diego Urdiales, silencio y silencio.
José María Manzanares, ovación y ovación tras aviso.
Paco Ureña, ovación tras aviso y silencio.