AL NATURAL

Juan Ortega: la insoportable levedad del despojo


miércoles 2 octubre, 2024

Ortega te deja ese ramo de verónicas, ese manojo de naturales, ese inicio atrincherado como el que te cuenta que vive la vida feliz

Juan Ortega (1)
Juan Ortega abandona el ruedo de Las Ventas © Luis Sánchez Olmedo

Hacía tiempo que no veía un torero permanecer en el inconsciente colectivo con el absoluto desprecio que tiene Juan Ortega por los trofeos. El despojo, ese maná que significa para los demás un halo de vida para mantenerse en las ferias y seguir sumando contratos, es insoportablemente leve para él. Tal vez desde Curro Romero, que miraba las orejas hasta con cierto asco, no había visto un matador -ni novillero, por supuesto- al que le importase tan poco el premio material.

Juan es torero por sentimiento, por necesidad y por convicción. Y cuando deje de sentirse así, se irá exactamente igual que vino y se acabó la historia. Ese tipo de mirada azul y media sonrisa peremne, que nunca sabes si es de acuerdo o de ironía, no tiene al toreo como su trabajo, sino como una forma de expresión. Quizá porque no es muy dado a hablar fuera de su ámbito más cercano; esa forma de tomar el capote con delicadeza, con mimo, con amor… nada tiene que ver con el que le pega patadas por detrás para acomodar los pliegues.

A lo mejor es por eso por lo que lo echa con precisión de reloj suizo, sin esperar jamás a usarlo a toro arrancado porque la embestida se embarca, se reduce, se conduce y se suelta. El que consigue reunir esos cuatro tiempos en un lance es capaz de hacer que el tiempo pase al ritmo que él impone. Luego se puede hacer con más o menos gusto, echando más o menos el pecho encima del embroque, con los brazos más altos o más bajos, el compás más o menos abierto y toreando más o menos con la mano que ‘no torea’. Pero, viendo el vídeo de las verónicas de Juan en Sevilla, un amigo mío lo resumía a la perfección: «Yo no sé si son buenas o malas, sólo sé que me enamoran…».

Que me enamoran. No que merecen tal o cual premio. Que me enamoran. Puede que ahí radique esa indolencia de Juan con los trofeos, porque los recoge y sonríe cuando los pasea, pero ni más ni menos que cuando no lo hace. Ortega te deja ese ramo de verónicas, ese manojo de naturales, ese inicio atrincherado como el que te cuenta que vive la vida feliz. Como ese tipo al que le preocupa poco que se lo premien o no. Él ya lo ha dicho, ya lo ha sentido, ya lo ha dejado para la posteridad, porque esa levedad de los despojos provoca una exigencia en su forma de expresión que supera los estándares habituales. Y hablan de él incluso cuando no ha sido el triunfador de la tarde.

Este año, además, lo ha conjugado con 47 festejos en los que ha tenido continuidad delante del público, confianza para dejar que fluyan cosas nuevas, más arriesgadas, más cercanas al filo que separa lo genial (cuando sale) de lo ridículo (cuando no sale), pero sólo por pensarlo ya merece mi atención. Y mi dinero para comprar una entrada, por lo que los que mandan en el retorno han empezado a confiar en él. Porque Morante no va a durar para siempre…

Recuerdo cuando salía al ruedo de Las Ventas en sus primeras actuaciones y sorprendiéndome al salir con la impresión de que era el único que de verdad venía a disfrutar !metiéndose entre dos pitonacos! ¿El motivo? Era el único que no tenía urgencias. De verdad le importaba bien poco si se iba con un rabo o con una bronca, porque él pensaba hacer lo mismo. LO MISMO. El trazo, la espontaneidad, la torería y el empaque eran iguales, lo único que variaba era el toro que había delante. Y para los resultadistas, si lo mataba o no.

Hoy, una década después de haberse doctorado, aquel chaval flaco, aquella mirada azul y aquella sonrisa a medias, entre la ironía y el acuerdo, son exactamente las mismas que se presentaron en Madrid, porque la idea sigue siendo una: continuar condenando los despojos a una insoportable levedad.