Hubo un tiempo —no hace tanto— en que muchos estaban listos para atizar la hoguera. La leña ya estaba puesta, el cartel con el nombre de Plaza 1 bien grande, y las antorchas encendidas. ¿El motivo? Los precios. Las entradas. El pecado imperdonable de subir el billete de sombra en San Isidro y cobrar como en Broadway por ver a una figura en Madrid. Pero, ojo, por ver también al modesto, porque lo que tiene el toro es que los precios son los mismos para ver a cualquiera que se anuncie.
Y sí, la crítica era legítima. Las entradas sueltas se han puesto imposibles en según qué tardes. Ir a los toros sin abono es, en ocasiones, un lujo. El aficionado que va tres o cuatro veces al año lo tiene difícil. Pero en medio del griterío, de las columnas inflamadas y los tuits indignados, quizá se nos escapó algo: el tiempo. Porque el tiempo, ese juez que no opina pero ajusta cuentas, ha empezado a dar pistas. Y no todas dicen lo que creíamos. La realidad es esta: Plaza 1 no ha ardido. Ha vendido. Y no es lo mismo, mire usted; no es ni parecido.
Ha vendido más abonos que nunca. Ha fidelizado al público con una estrategia que, aunque antipática, ha funcionado. Ha premiado al que se compromete y ha castigado —económicamente hablando— al que espera al último momento. También al que entiende el espectáculo como un pasatiempo donde llevarse la cogorza que agarró en la comida de amigotes. Y ese modelo, que parecía suicida, ha empezado a dar frutos.
Pero lo más sorprendente, lo que nadie vio venir, es lo que está pasando en los tendidos: hay juventud. Y no la de postureo, ni la que va una vez por hacerse la foto. No. Juventud real. Chavales que han sacado su abono porque les interesa esto. Porque lo han descubierto en Cultoro, en Instagram o en una plaza de tercera, o porque vieron un vídeo de Juan Ortega y se enamoraron del temple.
Y esa es una generación sin herencia. No tienen padre ni abuelo que les diga lo que vale un natural con la panza. No tienen con quién comentar qué significa que un toro se raje, ni quién les explique qué pasa en el caballo. Son autodidactas de la pasión. Y vienen con hambre. Pero también, muchas veces, con desinformación. Pero eso no es una maldición, sino todo lo contrario, porque nadie podía suponer, ni por lo más remoto de sus suposiciones, que esto iba a ser así sólo cinco años después de aquella pandemia que nos hizo temer por la llegada del fin.
Por eso ahora el reto no es tanto de la empresa como del toreo entero: educar al nuevo aficionado. Darle contexto. Criterio. Cultura taurina. Porque sin eso, la fiesta es un espectáculo. Con eso, es un rito. El rito sacrificial del toro bravo. Y si queremos que se queden, no basta con atraerlos: hay que formarlos. Que sepan cuándo aplaudir y cuándo no. Que entiendan por qué Madrid no regala las orejas, por qué un toro con clase vale más que uno que repite sin alma, y por qué a veces el silencio es también un juicio. Aunque luego llegue Morante y les enseñe todo eso en dos ratos y medio, para que tengan un rasero que separe el grano de la paja.
A Plaza 1 se la quiso meter en la hoguera por cobrar caro. Pero ha traído más gente que nadie. Y más jóvenes que nadie. A lo mejor la leña estaba mal puesta. O a lo mejor el fuego, esta vez, no era para quemar, sino para encender algo nuevo, que cada vez parece más destinado a brotar.