Reconozco que me mostraba bastante excéptico hacia la película de Albert Serra que tiene como protagonista al matador de toros peruano Andrés Roca Rey. Concedo que me preocupaba el tratamiento de lo que son imágenes muy crueles, duras y hasta no aptas para determinadas sensibilidades, viendo el peligro de que la cinta se dejase caer por el barranco del antitaurinismo simplemente por el tratamiento visual del contenido. Sin embargo, vista la obra -y disfrutada- tras el pase privado al que pudimos asistir por ser profe del Curso de Periodismo Taurino que auspicia la Comunidad de Madrid, afirmo con rotundidad que salí cautivado por una propuesta que te invita a disfrutar de la tauromaquia en profundidad con sentidos que no se usan habitualmente para degustarla.
En primer lugar, por el tratamiento del sonido; la nitidez cristalina de las conversaciones dentro del ruedo, al abrigo de las tablas, en la cara del toro… La pasmosa realidad de cuanto se muestra se escucha junto a las respiraciones de toro y torero, el choque de las banderillas en el lomo, las órdenes que se cruzan entre los profesionales y los pensamientos que el propio Andrés verbaliza con una desnudez casi descarnada. Puede olerse el sudor, la sangre, la adrenalina. Se palpa el roce de la piel del animal con la banda de la taleguilla y mientras Roca Rey maneja el trapo entre las circunstancias, hasta parece verse su pensamiento sobrevolando la imagen. Como sucede en el cénit de la película, tras la terrible cogida de Santander.
Ataviado con una bata de hospital, Andrés entra en la furgoneta reconociendo la suerte que ha tenido de no llevar nada después de que el animal de Bañuelos lo empotrase contra las tablas en un dramático percance. Le duelen las costillas, tiene la cara inflamada y maneja una bolsa de hielo en gel que los médicos le han ordenado que no se quite. La cuadrilla muestra su admiración amplificada por la tensión que han pasado; Paquito Algaba llora cuando recuerda que echó el capote para quitarle al animal de encima y terminó logrando el efecto contrario; Roberto Domíguez habla de la diferencia que ha marcado esa tarde… Pero Andrés mira al infinito y sigue preguntándose por qué el animal le ha perdonado la vida.
Momentos como este son los que cautivan, impactan y conmueven a partes iguales en una película donde el público casi no se ve. Sólo se escuha, se percibe, condiciona la escena, pero no se hace presente más que en planos donde no hay forma de eliminar su presencia. Porque Andrés, pese a toda la gente que se percibe a su alrededor, sale solo a la arena, pasa solo el miedo y se hace las preguntas en la soledad de su mente, pero a la vista de todos los que permanecen atrapados en la butaca, comprobando que un matador de toros es mucho, muchísimo más que ese tío vestido de colorines que se pone a sacudir trapos delante de una bestia. Y todo ello queda para la posteridad como una obra premiada, tanto en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, donde consiguió la Concha de Oro, como en el nuevo Premio Nacional de Tauromaquia de la rebeldía, donde siempre debe estar ubicado el toreo.
Es cierto que la película tal vez le da excesivo protagonismo a la sangre, como preludio de muerte, porque es cierto que la muerte no puede obviarse ni esconderse, y aquí hay un animal que ofrece su vida en un rito sacrificial que hay que comprender, y la perpectiva de la película puede que explique determinadas dudas al que las tenga, pero también deja otras en el aire para quien creía no albergar ninguna. Así de contradictoria es la tauromaquia cuando se percibe con tantos sentidos que se te cuela en la piel.
Pero si hay una idea básica con la que yo salí de los cines Verdi, donde se nos invitó a la proyección, es que había percibido a un hombre que no conocía. Y casi más por lo que me dejaba en el aire que por lo que me contaba su ademán. Porque esto -aviso para navegantes- no tiene nada que ver con lo que te guste o te disguste el peruano en la cara del toro. Su soledad es otra cosa.