La segunda tarde isidril reunió algunos de esos misterios del toreo que por inescrutables son uno de sus mayores alicientes.
Afición y público ocasional acuden a la plaza en busca de emociones, ya vengan estas de la mano del arte como del valor, si es que disociarse pueden. Cuando todo se conjuga, cuando toro y torero armonizan, se produce el milagro del toreo y es el acabose. Cuando no, el cabreo.
De lo uno y de lo otro hubo esta tarde, mal repartido, por cierto.
Mal repartido porque de los integrantes de la terna, a Morante le fueron a tocar dos prendas: uno manso de toda mansedad (y de presencia digamos justita), el otro una prenda de intenciones aviesas.
Y Morante (al que olvidaron en la ovación de saludo inicial, que bien pudo ser compartida) abrevió con la muleta, pero no con el estoque y se llevó sendas broncas de esas que se llaman » toreras» pero que, me temo, debieron escocerle en el alma. O no, vaya usted a saber. Le quedan dos tardes, cuatro toros más, para dar la vuelta al cotarro. Y hasta los que más le han chillado hoy deseando están que tal cosa ocurra.
Por contra, sus compañeros, Emilio de Justo y Tomás Rufo, tuvieron delante el material necesario para el triunfo e incluso el segundo del extremeño se ganó con creces la vuelta al ruedo póstuma.
De Justo, que recibió el cariño de Madrid, desorejó a este tras una faena pasional y apasionante, aunque la espada afeó la obra y al usía no pareció importarle.
Y Rufo también tuvo ocasión de volver a dejar su impronta de torero con de presente y más aún de futuro.
Salió Emilio de Justo a hombros, después de que a pie lo hicieran Morante entre pitos de algunos (también almohadillas, como siempre ocurrió con los más grandes) y la esperanza de todos para las próximas fechas y Tomás Rufo con ovaciones y sonrisas.
Paco March