Acabó la corrida ayer en La Maestranza y resultó que habían pasado tres horas desde el paseíllo. En un soplo.
Resulta que sobre el albero, seis toros de distinta condición (brava, noble, encastada, fiera…) y tres toreros con lo que hay que tener habían brindado una tarde de esas que, a veces con ligereza, se proclaman «para la historia«.
Aún con la resaca de la Puerta del Príncipe de Roca Rey y la virulencia de los juicios sumarísimos vía redes sociales y algún pope de la crítica taurina denostando al torero, a los toros, al público ( los fetén a parte, claro) y al sumsum corda, durante la mañana llegaban fotos de algunos de los victorinos a lidiar y, de nuevo, vestiduras rasgadas y escándalo previo, pá calentar motores.
Pero ¡ay! según iban saliendo los toros y los toreros estaban como estaban (El Cid, reverdeciendo laureles con una izquierda que ya quisiera para sí Yolanda; Manuel Escribano toreando como la seda a un toro que pedía exactamente eso y Emilio de Justo fajándose con verdad verdadera con el fiero toro objeto de las chanzas matinales), ya solo quedaba rendirse a la evidencia.
Una evidencia que tiene un nombre, Victorino Martín, el viejo sabio de Galapagar y ahora su hijo, al frente de tantas cosas pero con la ganadería como santo y seña.
Desde finales de la década de los cincuenta del anterior siglo, con una evolución constante y los correspondientes altibajos, los victorinos son toros con denominación de origen, que han ido de la fiereza asilvestrada de los inicios (Andrés Vázquez como referente) a la variedad actual, tal que se vio en la tarde de ayer.
Quien más quien menos, incluso fuera del ámbito taurino, ha oído hablar o sabe de aquella «Corrida del Siglo«, que supuso un punto de inflexión en la Fiesta ( !esto es la Fiesta, esto es la Fiesta!, clamaba Las Ventas) en un momento, 1982, en que España también , política y socialmente estaba en ello. Toros y España, siempre tan de la mano, como sentenció el filósofo.
Aquí una anécdota (verídica o no, vaya usted a saber): Un sacerdote anti taurino se encontraba aquel 1 de junio de 1982 en casa de unos amigos que le invitaron a ver la corrida por la televisión. El sacerdote siguió la retransmisión en un recogido silencio y fuese en esa misma tesitura.
Al día siguiente llamó a sus amigos para preguntar cuando podía volver para ver otra corrida y así en más ocasiones. Los amigos quisieron saber del porqué de tal afición sobrevenida y la respuesta fue «los caminos del Señor son inescrutables«.
Líbreme Cúchares de dar a la corrida de ayer trascendencia similar, pero no puedo menos que pensar en que en un entorno como el actual, dentro y fuera de lo taurino, lo vivido en La Maestranza quizás suponga motivo de reflexión para todos, pues al fin y al cabo si estamos hablando de emociones, pongamos que hablamos de los victorinos.