Empezado el año, la temporada taurina anuncia ya los primeros carteles y ferias y , en fechas más tempranas que nunca, incluso el serial de San Isidro. A diferencia de los últimos tres años, sobre 2023 no se cierne (pese a “expertos” y agoreros) la amenaza pandémica y todo apunta que la temporada transcurra con normalidad. Y, siendo así, la pregunta es si tal normalidad será un más de los mismo, que en caso de respuesta (y hechos) que lo respalden no parece el mejor de los escenarios.
Escenarios en los que a la incertidumbre política (elecciones autonómicas y municipales en mayo y, en el horizonte cercano, también las generales); la economía en un ¡ay! perpetuo y pendiente de una guerra con sus derivadas catastróficas y el hostigamiento continuo y desde distintos frentes políticos y mediáticos, el toreo apenas responde con una retórica desfasada en forma y fondo y una endogamia paralizante, mientras se enroca en una gestión que perpetúa vicios y servidumbres que la anquilosan.
Ocurre en España y también, con distintos condicionantes y respuestas, en otras geografías taurinas , con Francia como ejemplo de unidad del sector e implicación de todas las sensibilidades políticas, mientras la América taurina, de México a Colombia, de Perú a Ecuador o Venezuela, libra sus batallas a nivel territorial con victorias y derrotas parciales.
Pero sin duda es la de España la madre de todas las batallas y para librarla convendría utilizar un “armamento” en consonancia con una realidad, taurina y social, que demanda nuevas estrategias organizativas y salir de un bucle infinito, ese que invoca permanentemente a la “culpabilidad” del otro mientras ignora las carencias propias.
Atendiendo a esos primeros carteles y ferias que no parece que las cosas vayan a ir por ahí. Toreros y hierros que , méritos contraídos a parte, se anuncian y repiten; otros que, precisamente por méritos deberían estar y no están; reapariciones varias… Un más de lo mismo, un tente mientras cobro, un reparto de cartas (marcadas). El aficionado, mientras y vía redes sociales, alerta de su descontento mientras se palpa el bolsillo y mentalmente va tachando de su calendario taurino plazas y fechas a las que hasta no hace tanto era más o menos asiduo y espera que, al menos, las televisiones palíen su deserción inducida. Unas televisiones que, claro, también deben lidiar con su propia casuística y con un canal temático y de pago (que tantas ferias y festejos ha salvado ) que muchos ven con un ojo tapado y al que le salen competidores fantasma.
Añádase a ello la deserción en muchos casos cobarde de quienes- como tantos ejemplos pasados- deberían dar pátina y lustre intelectual a la tauromaquia y la zafia manipulación de los que utilizan a esta con espurios intereses partidistas y el panorama se aparece tan inquietante como sombrío.
Sin embargo a esas sombras e inquietudes el toreo (pese a las mezquindades y torpezas antes citadas) opone la luz de su verdad, que se cuela por el resquicio de la esperanza.
Una verdad que se sustenta en la historia y que alumbra las tardes de toros, como esas que en 2022, de norte a sur, de este (Barcelona no, ya saben) a oeste, enaltecieron toros y toreros más allá de miserias propias y vergüenzas ajenas.
Una verdad que debe ser impulso para que todos- y digo todos- desde sus distintas responsabilidades y ámbitos hagan de 2023 el año de salida de ese bucle infinito paralizante, nostálgico y- me temo- letal.