El 22 de octubre de 2011 moría Antonio Chenel Albadalejo pero no Antoñete, que ahí sigue, en la memoria del toreo. Pero- nadie se confunda- Antoñete no se explica sin Chenel, que nació en Ventas y allí jugaba de niño en los años en que “madrugaba el pelotón”.
Antoñete, torero de Madrid (por cuna y por amor correspondido), fue también torero de Barcelona, en cuya Monumental debutó con picadores el 18 de febrero 1951 y cautivó a todos. Tanto, que el 1 de noviembre de ese mismo año- ¡aquellas temporadas de Barcelona que se iniciaban en invierno y llegaban hasta el otoño!- se anunció en solitario antes seis novillos de distintos hierros y, pese al poco juego que ofrecieron, salió triunfante.
Aquel 1951 fue un año socialmente convulso en Barcelona. En esos días de febrero de la presentación de Antoñete ya circulaban por la ciudad octavillas llamando a la huelga de tranvías que el 1 de marzo fue realidad. Fue la primera protesta masiva ciudadana, la primera huelga desde el final de la Guerra Civil y el inicio de muchas cosas. El motivo, el aumento de la tarifa de los tranvías, en manos de una Compañía privada participada por el Ayuntamiento y agravio comparativo con Madrid, donde ese aumento no se produjo. El (mal) funcionamiento del servicio de tranvías en Barcelona (falta de seguridad, malos modos del personal, escaso servicio)ya había sido denunciado por, entre otros, Néstor Luján (del que, por cierto, la editorial El Paseíllo publicará próximamente una reedición de su imprescindible “Historia del toreo”, cuya primera edición data de 1954) y ese primero de marzo la capital catalana se despertó con un paisaje insólito: tranvías vacíos y la ciudadanía andando a sus quehaceres. Fue aquel el primer gran desafío al Régimen y duró varios días.
Aquella Barcelona convulsa y viva pese a tanta precariedad y miserias en una postguerra que ya duraba más de una década, tenía en el Paralelo, con sus teatros de revista y copla, la artería donde la bohemia hallaba cobijo y Las Ramblas, con sus corrillos en Canaletas donde se hablaba de fútbol (Kubala) y toros (Chamaco) un ágora de libertades restringidas. Y, en ella, Las Arenas y La Monumental, temporadas de toros de febrero a noviembre. Como la del debut de Antoñete.
Y a Barcelona volvió, ya matador de toros, en 1953. Quede como curiosidad que con motivo de su presentación en Las Arenas el 26 de julio ofreció una cena a la crítica taurina de la ciudad esa misma noche en el restaurante Chachi.
La peripecia taurina y personal la sintetizó así Agustín Díaz Yanes “En el arte como en la vida, no cabe la traición. Y Antoñete nunca se traicionó y nunca nos traicionó”.
Si de Barcelona hablamos, en ella encontró siempre el respeto y admiración los aficionados. Sus dos últimas tardes en La Monumental llegaron en 1982 y 1985. En la primera de ellas, en agosto y con toros de Baltasar Ibán, resultó lesionado al caer ante la cara del toro, que hizo por él sin que llegara la cornada pero sí una lesión en el codo (esos huesos de cristal heredados de las precariedades de la infancia) que le hicieron perder quince festejos hasta final de temporada y la última, el 14 de julio de 1985, con El Niño de la Capea y Julio Robles, con toros de Atanasio Fernández y Aguirre Cobaleda en el cartel.
En su crónica en La Vanguardia, el admirado Mariano de la Cruz escribió : “ Irse de los toros encerándose con una corrida dura y seria dice mucho de la honradez del veterano maestro. De él vimos los lances y muletazos más hondos de la tarde… Es un gran torero que ha sabido alcanzar la categoría de torero trascendente”.
Fue aquella de 1985 la última de Antoñete en Barcelona pero, con idas y venidas, el final no llegaría hasta 1999, en Jaén.
En tiempos como estos el recuerdo a Antoñete trasciende la nostalgia porque pocos toreros como él, su forma de ser en la vida y estar en el ruedo, explican la tauromaquia.