Saúl Jiménez Fortes, malagueño él, hijo del Cuerpo por serlo de torera y empresario, se empapó tanto de los valores que se predican en el toreo, aprendió con tanta verdad la verdad que se propugna en el mundillo -y a la que nadie se atreve a acercarse- e interiorizó con tanta perfección eso de que aquí hay que estar dispuesto a dejar la vida, que ahora, ya maduro y consciente de lo que apuesta cada vez que se pone el chispeante, tenerlo tan dentro lo ha convertido en una anomalía del sistema. Un problema que desnuda las puntillas de cualquiera de las demás piezas que componen este puzle. Un espejo que refleja una verdad absoluta en la que nadie está dispuesto a mirarse, porque provoca vértigo.
Por eso es el torero que más se acerca a ese precepto tan manoseado -y no siempre preciso- de jugarse la vida, porque eso implica estar dispuesto a perderla (la vida), y los demás sólo temen perderla (la apuesta), pero confían en que no implicará ninguna situación irreversible. Y por eso llegó Saúl a la alternativa de Bilbao con ocho cornadas en el cuerpo. Después han llegado muchas más, porque traspasar siempre la línea te expone tanto que cuando un toro te alcanza no te suele perdonar. «Qué mala suerte tiene este chico», escuché una vez en el tendido de Las Ventas, mientras se iba Saúl camino de una enfermería en la que ya estaban intentando que David Mora no se fuera por un boquete en el muslo. «Cuando lo coge un toro, siempre le mete el pitón…». ¿Y no será porque no huye?, pensaba yo. ¿No será porque darle al animal la posibilidad de embestir hasta el final -aunque se equivoque o redunde en tu perjuicio- es el fondo que se oculta tras el rito sacrificial del toro bravo?
Es lógico pensar que, si así es, Fortes debería ser imprescindible en cualquier feria, en cualquier corrida, en cualquier festejo que se planee. Fortes debería congregar en torno a su nombre mesnadas de aficionados, ávidos todos de presenciar otra hazaña más del héroe más héroe de cuantos se visten de torero. Y, sin embargo, el malagueño anda por esos pueblos de Dios, perdidos en la América taurina, donde no llegan los ecos a los medios de comunicación, pero se meten 10.000 personas en un coso. Por allí triunfa el que debería ser puntal de cada feria de Europa. Porque esta anomalía del sistema es molesta para el estatus establecido, para los que deben torear 60, 70, 80 tardes con la impresión de reunir todos esos valores, pero vigilando que el esfuerzo no suponga una merma para seguir toreando en todas partes -que en todas quieren verlos-.
A Fortes, que entiende el toreo como una apuesta, que se puede ganar o perder, le importa poco lo que vaya a venir mañana; es hoy cuando está la muleta en la mano y el toro delante. Es hoy cuando tengo la ocasión de expresarme, de perfeccionarme, de sentirme tan vivo porque pongo la vida en juego… de verdad, no sólo hasta llegar a esa línea que me permite firmar más contratos, ganar más dinero. Ni siquiera hasta esa otra que les permite a algunos, los más sinceros, mirarse al espejo y sentirse orgullosos de lo que hacen cada tarde. Porque el toreo, que nadie se olvide, sigue siendo una completa entrega en una graciosa huida, y sigue consistiendo en que el toro no te eche mano, pero existe una gran diferencia entre darle la posibilidad o no de hacerlo.
Es sinceridad, ese compromiso con el rito y con el fondo de esta fiesta, te compromete también a la emoción de la burla por convertirla en sentimiento, que fluye con lentitud parsimoniosa de los movimientos efímeros. Como aquel natural que Olmedo le robó al tiempo un Domingo de Ramos, con Fortes derramándose en Madrid con un Victorino delante. Esos instantes que vivieron sólo los que acudieron al coso -y que revivirán en las tabernas cada vez que se mire esa foto- son los motivos que llevan a cualquier chaval a hacerse torero. ¿Pero cómo le explicamos después que los que se entregan a la misión de salvaguardar esos preceptos y convertirlos en una forma de vida consiguen exactamente lo contrario de lo que les prometieron al adoptarlos?
Pero, sobre todo, ¿cómo se lo explicamos a un tipo que regresa a Málaga exactamente un año después de vestirse de torero por última vez y ofrece una lección magistral de lo que debe ser un torero mayúsculo? ¿Cómo le damos normalidad a que no haya tenido ni una llamada para suplir a un Morante convaleciente, cuando lo ha hecho todo bien, como se espera de un tipo que quiere ser figura? A lo mejor esque ser figura, hoy, no está tan cerca de lo que siempre hemos pensado que era serlo…
Seguro que Saúl Jiménez Fortes, hijo del Cuerpo por serlo de torera y empresario, no será capaz de comprenderlo. Aunque el sistema le obligue a decir lo contrario con la falsa ilusión de incorporarlo a su rueda.