Cuando la miríada de chavales saltaban ayer al ruedo de Las Ventas para sacar en hombros a Borja Jiménez, que le había cortado tres orejas a tres toros de Victorino, venía a cerrarse un círculo que comenzó hace año y pico con una conversación y una decisión de luchar juntos. Julián Guerra, que había sido cuestionado por su peculiar forma de comportarse en la plaza, por su método personalísimo de preparar a los toreros y por esas malas famas que uno se crea y ya no le abandonan; Borja Jiménez en el ostracismo sin haber tenido oportunidad de decir ni su primera palabra -cuanto más la última-, olvidado por un sistema que te fagocita a nada que se te vaya un pie. Y para eso vale con no triunfar una tarde.
En este toreo de hoy, cortoplacista, tan de usar y tirar como la propia sociedad que nos circunda, un genio tan loco como para apostar por el sevillano, y un torero tan genial como para ponerse en unas manos que, además, pasan por la cuarta recaída de su linfoma de Hodgkin. Es una historia que coge Hollywood y la convierte en el peliculón del año. No es tarde que se enteren y lo propongan, ahora que Disney anda preparando una serie sobre un torero, con Óscar Jaenada de protagonista.
A Borja lo coló Julián en Sevilla para comenzar un camino que ya se había venido calentando en los medios de comunicación, en una labor de recuerdo de un torero en el que nadie reparaba ya. Promoción, que es en lo que menos se gastan ahora los taurinos. Lo metió en esa corrida de Resurrección madrileña en la que dejó su toque de atención. Y con esas dos balas fue funcionando en la temporada, mientras entraba y salía de los hospitales, sometiéndose a tratamientos de 21 días que lo inmunodeprimían y lo limitaban, con lo que un viaje para tentar era literalmente jugarse la vida.
Entró en Pamplona y vio la grandeza, y confió Borja en que aquel tipo mermado de salud -del que nadie recuerda que toreaba como los mismos ángeles- iba a sacar a flote no sólo su carrera, sino lo mejor que él podía dar. Y sacrificó su vida juntándose con Julián y entrenando cada día, viajando a Salamanca para pasar allí temporadas enteras mientras Barrero le embestía y le embestía, confiando en él porque lo veía cada día. Porque sabía de lo que era capaz, y con él salía de las novilladas sin caballos en las plazas de talanqueras. Porque los toreros y sus familias tienen que comer.
Ya eran tres locos en la banda, empujando por el mismo camino, y en él se encontraron a otro gigante del toreo al que la casualidad puso también en tierras salmantinas. Y Rafael Rosa se unió a un proyecto que se iba haciendo cada vez más sólido. Borja ya tenía con quien entrenar cuando Julián se sometía a tratamientos que le reventaban el cuerpo, pero no la ilusión, la moral, las ganas por terminar lo ya empezado. Como cuando llegó el trasplante de médula, como el agua a los secarrales que en mi tierra se vuelven verdes y listos para pasar otro verano.
Por eso ayer, cuando Borja salía zarandeado por los cientos de chavales que ahora vuelven a ocupar el ruedo en las puertas grandes -como se hizo toda la vida- la película encontraba el final perfecto para todos. Muy Hollywood. Muy necesario. Muy merecido.
Igual tenemos que mandarles este artículo y que se planteen escribir ese guión; Julián y Borja van a seguir viviendo la historia…