Ya están aquí de nuevo. Pero esta vez convendría no subestimarlos. Miembros de asociaciones animalistas, sufragadas con el dinero de las multinacionales más potentes del planeta, han puesto una Iniciativa Legislativa Popular en la agenda para elaborar un orden del día en el Congreso antes de seis meses. Es decir, que antes de que acabe la temporada que acaba de iniciarse la Cámara Baja del Poder Legislativo tendrá que hacerse cargo de la tauromaquia para declarar abolida (o no) su consideración de Patrimonio Inmatrial, reflejada en la Ley 18/2013 que -como casi todas las demás leyes- hace tiempo que no sigue este Gobierno. Y debe preocuparnos en varios sentidos.
El primero, en el sentido común de una población que parece haber perdido toda noción de humanidad para otorgarle ésta a los animales. A las mascotas, cuyo número ya supera al de los niños en los últimos censos, promovidas por una industria voraz que viste de mamarrachos a los perritos y a eso le llama ‘humanidad’. Un discurso facilón, comprable, perfectamente explicado en la película ‘Bebé jefazo’ de unos norteamericanos que se sitúan a la cabeza de la oposición al toreo simplemente porque no es tradición suya; si no, sería práctica habitual en el mundo. De hecho, hace treinta años en España nadie tenía ni puñetera idea de qué era eso de Halloween, más allá de un grupo de heavy metal.
El problema es que no es su tradición, y eso la convierte en prescindible. Porque tampoco veías por la calle, hace treinta años, a ningún perrito vestido de conjunto de jersey y pantalón a juego, pero había niños jugando en cualquier esquina. Ese cambio sustancial -y tremendamente peligroso- en los valores sociales hace que hoy se entienda muy mal el mensaje que lanza la tauromaquia a una sociedad imbuída de un espíritu del ‘usar y tirar’. Aquí entra muy bien eso de tener perrito, porque no te lo tienes que llevar a todas partes, ni te preocupas de su educación, ni piensas en si tiene buenas amistades o lo esperas despierto si llega más tarde de la cuenta. A fin de cuentas, es un perro. Y es mucho más fácil de cuidar que un niño. Y obliga a muchos menos sacrificios y renuncias. En esta sociedad, dicho queda, no empapa bien el mensaje de la tauromaquia.
No lo hace aún cuando supone una industria que, por muy mal gestionada que pueda estar, da trabajo a cientos de miles de personas, que cotizan, por cierto, en la Seguridad Social, una de las principales beneficiarias de todos y cada uno de los festejos taurinos que se dan en España. Porque la tauromaquia, al contrario de lo que nos quiere vender un tipejo deleznable como el ministro de Cultura, no es el problema de este país, sino la cortina de humo tras la que se esconden sus fechorías y las de sus jefes. Y esa utilización espúrea del toreo está a punto de convertirse en el detonante de un problema gordo para unos taurinos que ni siquiera así la están viendo venir.
A pesar de que todo esto debería sonarnos. Es como vivir un deja vu del año 2010, cuando nadie créia posible que en Cataluña se aboliese una fiesta que debió esperar seis años para revertir la situación -hoy en Cataluña NO está prohibida la tauromaquia- y aún no ha sido capaz, dadas las trabas de las administraciones locales, en connivencia con la nacional, de celebrar festejo alguno en una plaza tan emblemática como la Monumental de Barcelona, en lo que sería, más que un acontecimiento, un símbolo que quedaría para la historia. Ni entonces se actuó desde dentro, ni ahora, Fundación incluída, tiene pinta de que los taurinos se vayan a implicar de verdad.
La situación, por tanto, pinta mal para el sector, que no es capaz de presentar un frente común porque tiene dentro personajes que no saben estar sin manejar el volante. Aunque su participación lleve a la ruina. Y son, desgraciadamente, los mismos que ya mandaban entonces, cuando nos quisieron arrebatar Cataluña y no les echaron cuentas. Salvo honrosas excepciones, que justo es reconocerlo, que suponen la esperanza y para una bandera que corre el riesgo -más que nunca- de quedarse sin el mástil.
Y ninguno queremos, en esta redacción, ser el último que quede para apagar la luz.