Era 29 de marzo y parecía San Isidro. Por el ambiente de los aledaños. Por los corrillos. Por las riadas de gente desembocando en Las Ventas desde la calle Alcalá, la Avenida de los Toreros, y otras arterias secundarias. El metro, a pesar de ser domingo, parecía en hora punta. Las líneas 2 y 5, que tienen parada en el coso, y la circular, que pasa por Manuel Becerra, eran un reguero humano en una sola dirección. Todo estaba atestado… los hoteles anexos, los bares de calle Londres, de la Avenida de los Toreros… el improvisado parking de autobuses de la calle Julio Camba, con peñas de todos los confines… Iván Fandiño mataba seis toros en Madrid y nadie quería perdérselo.
El aficionado llevaba todo el invierno pendiente de cada detalle de un festejo que, pasara lo que pasara, no iba a ser uno más ni en el conjunto global de la temporada ni en la carrera del propio torero de Orduña. Pero es que el evento pasó a formar parte también de la propia historia de Las Ventas. Incluso, de La Tauromaquia. La promoción del mismo, obra y gracia de Néstor García, marcó un antes y un después en el modo de venderlo, por su novedosa manera de despertar curiosidad e interés, de generar ilusión en cada acto, en cada acción, todas muy pensadas y medidas.

La fecha elegida propició que la corrida empezara cuando Rosario Pérez la adelantó en ABC, cuatro meses antes de su celebración. No se habló de otra cosa en todo el invierno. Arrancó Valdemorillo, llegó Castellón y pasaron las Fallas, pero el toreo estaba pendiente de aquel Domingo de Ramos. Y del que se suponía iba a ser el acontecimiento de la temporada. Fandiño se anunciaba como único espada en Madrid con seis ganaderías, digamos que poco comunes, y los medios, taurinos y generalistas, llenaron de epítetos los prolegómenos de la efeméride.
Volvieron los corrillos. Todo el mundo hacía sus cábalas y jugaba a ser Rappel, costumbre muy extendida entre los adeptos a este arte. Todo el mundo quiso estar presente en un espectáculo que no fue televisado a pesar de las mareantes cifras que le sugirieron a su apoderado. El cartel de “no hay billetes” volvió a colgar de las taquillas de la Calle Alcalá sin la ayuda del abono, un hito que, diez años después, no ha vuelto a repetirse. La expectación se desbordó, también el interés y la curiosidad, pero el resultado no estuvo a la altura del ruido generado. Y Fandiño recibió la más dura de las condenas.

Lo más jodido no fue la bronca final, lanzamiento de almohadillas incluido, ni las hostias del día después, en la prensa y en las redes, ni el pie en el cuello que le puso el sistema para que su atrevimiento nunca volviera a resultar una amenaza. Tampoco que se obviara que él solito llenó Las Ventas una tarde de marzo, o que ninguno de los toros ofreció verdaderas posibilidades de éxito. Lo peor fue que, interesadamente o no, se le puso el sello de torero en declive. Y paradójicamente, fue la época de mayor esplendor artístico de toda su trayectoria.
Ejemplos hubo para quienes quisieron verlo. En pueblos como Villamayor de Santiago, donde “acarició” a dos patasblancas de Caridad Cobaleda, o unos meses después, en los Carnavales de Ciudad Rodrigo. Ahí están las fotos de sus naturales como documento imperecedero. Pero también dan fe, por ejemplo, las aficiones de Mont de Marsan, Dax o Bilbao, donde cuajó de modo soberbio con la mano izquierda al enclasado “Lagunero” de Jandilla en su última Aste Nagusia.
Este sábado se cumple una década de lo que pudo ser y fue. Porque fue. A pesar de las circunstancias y de los francotiradores. Hoy todo se ve diferente. Y el festejo se recuerda con la importancia y sobre todo, el respeto, que verdaderamente tuvo aquella apuesta. Lo que a uno más le rebela, es que el protagonista se haya tenido que ir para que se ponga en valor una de las mayores osadías que haya visto la Historia del Toreo.
