Vaya por delante mi admiración, mi respeto, mi emoción y mi miedo, incluso, por Juan de Castilla, todo ello sentido involuntariamente durante la lidia del quinto toro de ayer en Las Ventas. Un chaval consciente de su situación, que trabaja con un horario que le permita entrenar cada día y no salir de una vida en torero; que se pondría cada día delante de ese burraco de expresión hosca y ademanes de toro violento, sólo por vestirse de luces cada día y sentir esas mariposas en el estómago que provoca el chispeante. Ese chaval, que tiene una mujer y una familia, que tiene unos amigos que le quieren y una vida que vivir todavía durante muchos años, la apostó ayer en el ruedo más importante del mundo sólo por sentir que no tenía nada que reprocharse.
Juan Pablo Correa, que ya tiene sus añitos de alternativa pero la confirmaba ayer en Las Ventas con dos alimañas a las que hace tiempo que se les llama oportunidad en Las Ventas. No dijo nada. Agradeció a todos los dioses de la historia su presencia en la plaza de Guindalera. No tenía nada al llegar -salvo la vida-, y nada perdía al marcharse -salvo la vida-. Ganó mucho, es verdad. Ganó el respeto de la que tal vez sea la afición más exigente del mundo. Ganó su admiración y su afinidad. Y su aplauso, que no es, desde luego, nada desdeñable. Porque Juan de Castilla convenció, al poner su vida en juego sin trampa, a todos cuantos estaban en la plaza y a los que veían la corridaa por televisión. A todos menos a uno.
La desgracia es que el que no vio cómo enterraba las plantas en el centro del ruedo, después de brindar su vida al tendido, y no pegaba ni un queo cuando se revolvía el agresivo animal de Sobral y le buscaba la barriga en el segundo muletazo y en el tercero, cuando había librado el segundo sin correr ni una maldita vez, era el madero incompetente al que le pusieron un pañuelo en la mano y le dieron autoridad para que la usara midiéndose salva sea la parte. Toda la plaza pedía la oreja después del estocadón de premio del colombiano, pero el madero se mantuvo imperturbable, orgulloso de no tener la más mínima afición y, desde luego ninguna sensibilidad. El ocupante del palco se fue a su casa bien orgulloso de haber pegado el mangazo más infame que se ha producido en Las Ventas desde aquella segunda oreja de Cantapájaros que le negaron a El Juli.
Aún así, Juan Pablo Correa apareció en el tercio para hacer una reverencia al público que había comprendido lo que acababa de ocurrir. Todos habían visto la ausencia de virtudes de ese burraco que mal rayo parta. Todos le habían dicho que no merecía la pena que aquel marrajo le echase mano. Pero él se clavó en la arena, apretó los dientes, confió en las inercias y se quedó quieto. Tan quieto como fue capaz, mientras los pitones del Sobral le iban pasando alrededor cual guadañas. Y él pensaba que merecía la pena, que en eso consiste ser torero, que en esa devanadera que sorteaba como podía, siempre sin perder la compostura, estaba escondido su futuro. Y tragó. Vaya si tragó.
Tragó tanto que el maestro Rincón, que sabía lo que estaba ocurriendo en el ruedo, mostraba una mueca constante de profundo miedo; tragó tanto que Luis Miguel Encabo, profesor de Juan cuando estaba en el CITAR y amigo ahora para aconsejarle en el ruedo, le dijo que no podía corregirle ni reprocharle absolutamente nada –«yo no hubiera sido capaz»-, le dijo-. Tragó tanto que la plaza entera pasó miedo. Excepto uno: el que tenía que sacar uno de los pañuelos más merecidos del año en esta plaza y decidió convertirse en un vulgar madero metido a presidente. Aún así, Juan lo saludó también, pese a que no lo merecía. Él sí merece volver, y encontrar el sitio en cualquier plaza, porque ya forma parte de la revolución de los anónimos en la que ya están Fernando Adrián, Francisco de Manuel, Damián Castaño, Adrián de Torres… Y tantos y tantos otros que servirían para traer algo de frescura a un escalafón que se resquebraja.
Pero para que eso ocurra no pueden existir personajes como el del palco de ayer, de cuyo nombre no merece que me acuerde.