Bienvenidos a la Casa de las Mil Ruinas. En el 13 Rúe del Percebe la situaba el genial dibujante Ibáñez cuando los niños leíamos cómics en lugar de atracarnos de pleyesteision. Y cerca, muy cerca la ubica el lápiz multicolor de Juan Iranzo, que refleja a la perfección la realidad de un edificio al que le faltan los cimientos. Interpretemos el dibujo cual Doctor Bacterio explicaba su nuevo invento a Mortadelo y Filemón.
Comenzando por donde todo comienza en el toro, vemos el tejado. Y justo debajo se sitúan las cárdenas pelambreras de los gobernantes de Anoet, instalados en su cama caliente, la misma para todos, mientras ven pasar los acontecimientos con la única preocupación de que nada cambie a su alrededor. Viven en el ático, el piso caro, el que se localiza más cerca de las alturas y, por tanto, de los dioses. A la puerta, llamando con fuerza y casi con desesperación, los aficionados de la almohadilla en la mano y clara la filiación en el pecho no encuentran respuesta alguna por parte de los que organizan el espectáculo por el que ellos pagan. El mismo festejo por el que ellos se parten la boca con quien haga falta. Los de fuera, no los de dentro, claro está…
Justo debajo, en el segundo piso, se desliza un sobre amplio para que una sombra negra derrame tinta negra de negra sombra sobre los toreros que se ahogan en ella en el piso de abajo. No es el único sobre que aparece en la estancia. La sombra cuenta incluso con un buzón de correos para recibir tantos como ordenan y agradecen servicios prestados. Y los toreros se ven hasta el cuello de negra tinta sin hacer nada para evitar los desmanes. Y si lo hacen, o lo quieren hacer, la tinta se derramará sobre sus actos. Es como la peste. Pero el aficionado no le ve el peligro y, por tanto, no la huye…
Al lado, a la misma altura que sombras y tintas, se recrea el fabuloso pisito de los políticos, bañándose en la abundancia que rezuma de quienes sufragan su posición y ellos tratan de engañar. También desde su amplio jacuzzi se escapan los efluvios de sus gozalonas engañifas, de sus desvíos de atención, de sus cánones y sus permisos para que se ataque al único espectáculo que no sólo no les cuesta dinero, sino que se lo hace ganar. Bajo ellos, también ahogados por las goteras del piso superior, ganaderos y toros se ahogan en el mar de los saneamientos, las normativas, los precios y las explotaciones. Se ahogan en las decisiones que toman los vecinos de arriba sin consultar siquiera opinión a los profesionales.
Mientras tanto, en la base de la Casa de las Mil Ruinas, los niños juegan al fútbol, pero no al toro, y se dibuja negro un futuro en el que los antis llaman a la puerta cada vez con más fuerza, cada vez con más organización. Y eso, en muchas ocasiones, significa tener el dominio de la situación, aunque no se tenga el control. Porque son libres sus proclamas y no hay cortapisas a sus manifestaciones. No hay quien se enfrente, no hay quien ponga freno. Y el toro les ve causarle daño sin mover un dedo.
Y en la parte inferior, donde deberían encontrarse los sólidos cimientos de un espectáculo de más de 300 años, donde deberían plantarse los pilares de una industria maciza y avalada por todo ese tiempo de experiencia, se mueven los personajes que realmente gobiernan este mundo. Bajo la tapa de la alcantarilla, un personaje se afana en vigilar si alguien mira lo que se cuece en el subsuelo, no vaya a ser que alguien denuncie que en la cocina del toreo ya nadie se pone guantes…