Son las nueve y media de la noche y acabo de regresar al hotel tras el intenso día. Ese en el que las empinadas paredes que sirven por calles en Manizales ya me miran con aire de familiaridad. Entre sus angosta cotidianidad he comenzado a aprender cuál es el carácter del manizaleño.
La llaman la San Francisco de los Andes, y se yergue sobre la falda de una montaña, con la referencia sempiterna del domo volcánico y los nevados cortando el horizonte tras el que se levanta Antioquia. Así es Manizales. Una ciudad joven, amable y orgullosa que responde «con mucho gusto» a cualquier petición que le hagas. Y algunas le hemos hecho ya.
No tanto a ella como a Milton y a Chucho, que viven con nosotros esta aventura y nos enseñan a la vez que aprenden. Milton es uno de esos guías apasionados que desprende gusto por su trabajo en cada palabra, convierte cada anécdota en enseñanza y engarza cada paso con el siguiente a la velocidad del rayo. Chucho es hombre de poca palabra, observador empedernido de mirada amable y resignada actitud de quien se sabe útil en el discreto segundo plano. Nunca protestan. Nunca imponen su criterio. Nunca dicen no.
Tal vez porque recuerdan que Fermín López enclavó esta ciudad, allá por 1848, en el más bello paraje que pudo encontrar en su viaje desde Medellín, en su búsqueda del oro en las faldas de los yarumos que se van jalonando entre plataneros y cafetales. Armó la incipiente ciudad sobre la sangre de los que nunca llegaron a la tierra prometida, sobre los hombros de los bueyes que cargaron los materiales para engarzar sus tesoros y ahora se convierten en toro bravo con el pundonor que dejaron los fundadores al carácter Manizaleño. Sobre el berrocal de la piedra de maní que le prestó su nombre a la tierra entre los ríos.
De buena mañana escuchamos la historia de boca de Milton para comprender que el Paisa -nunca se lo llamen a nadie aquí- es ordenado y limpio, y amable con el visitante porque se pone en su lugar. Y está tan enamorado de su ciudad que hasta le levanta monumentos al paisaje. Todo en Manizales rezuma tierna belleza.
Y peculiar encanto, porque iba yo pensando en todo ello cuando Chucho para a repostar y nos pide que bajemos del coche. «No se puede repostar con el carro cargado de gente», explica Milton. Es la costumbre, la tradición, que aquí se convierte en principio general y norma fuente de comportamientos. Aunque la llegada de turistas sea también fuente de riqueza económica y cultural. Por eso muestra orgullosa su feria de Artesanía,donde más de 370 expositores colombianos dan imagen de una tierra que abre al mundo su variada personalidad en sus múltiples caracteres. Desde hace ya 40 años.
«¿Conocen la historia de La Mandala?», pregunta a Charo un simpático y peculiar artista del alambre. Charo le mira embelesada mientras el moreno de pelo largo y rizado le cuenta la sánscrita procedencia del multiforme juguete que va cambiando de apariencia en sus manos mientras se van ahuyentando los malos espíritus. Maxi y Lucas han optado por comprar sombreros. A mi lado, pendiente del móvil y de solucionar los reveses de última hora que sufre el programa, Juan David Marín, de Cormanizales, se ocupa de que no nos quede un espacio por disfrutar.
Porque Manizales, la San Francisco de los Andes, es una montaña rusa orográfica y espiritual. Con un peligro enorme acechando tras cada esquina. «El único peligro es, sin duda, que no te quieras marchar», sentencia Milton entre risas. Y así es.
Aunque el tiempo parezca transcurrir más deprisa cuantas más cosas queremos ver. Aunque el único momento en que encuentres un asiento es durante las más de tres horas que duran aquí las corridas de toros. Aunque disfrutes de una gala caleña de salsa después de ver el triunfo rotundo de David Mora y, de repente, una de las artistas baje del escenario y te quiera sacar a bailar para sonrojarte las mejillas -y eso que pensé que eso ya no me ocurría-, Milton tiene razón.
Mañana subiremos a 4.400 metros de altitud para visitar el Nevado del Ruiz. Y nos han recomendado que llevemos hojas de coca para mascar, que ya están guardadas en el bolso de Charo. A las cinco de la madrugada sonará el despertador y ahora, ya en la cama, me acuesto con la ilusión de conocer las sorpresas que mañana nos dejará esta tierra que me cautiva cada día.
Mañana os cuento más.