Hubo una Sevilla sin luz ayer. Literalmente. Y hubo, también, quien pensó que no importaba, que bastaba el fuego de Marco Pérez o el hambre sin medida de Javier Zulueta para iluminar un ruedo que podría terminar a oscuras y un tendido que corría un serio riesgo de convertirse al final del festejo en medio fantasma.
Había un apagón generalizado en media península. Se caían hospitales, se paraban trenes, se cortaban comunicaciones. Pero en La Maestranza, no. En La Maestranza había toros. Porque, claro, la lógica del toreo a veces desafía a la física, a la prudencia y, sobre todo, al sentido común.
La empresa decidió seguir adelante como si no pasara nada. Como si un chaval jugándose la vida frente a un animal bravo fuera compatible con no tener ni siquiera garantías de luz suficiente para verle un pitón, a medida que fuera oscueciendo. Como si en la arena no fuera necesario el bisturí de las cuadrillas, la reacción de un equipo médico o, simplemente, el respeto básico a la vida de quienes estaban allí abajo o a miles en un tendido al que accedieron sabiendo ya que la vuelta sería a oscuras por los pasillos maestrantes.
Y uno no sabe si dolerse más por Marco y por Zulueta —que se partieron el alma en mitad de la penumbra, como era su obligación y deseo, ahora que son novilleros— o por la Fiesta entera, que ayer quedó retratada. Una Fiesta que, muchas veces, no necesita enemigos: con uno basta. Y si es como Pagés, basta y sobra por inoperancia y anquilosamiento. Porque, con empresas como la de Sevilla, la tauromaquia que tiene impuesto este sistema se basta sola para hacerse daño.
Aquello no era épica, no era heroísmo, no era pasión por encima de las circunstancias. Era, simplemente, una temeridad. Una de esas de las que luego nadie quiere hablar, salvo cuando ya hay una desgracia encima de la mesa. Se nos llena la boca, además, cuando hablamos de la solidaridad del toreo con los damnificados de las grandes desgracias, pero ayer, no. Ayer Sevilla prefirió torear en el apagón. Como si la tradición, esa misma que presume de ser sabia y eterna, no hubiera aprendido nada en siglos de historia. Como si las gentes que, en este mismo país donde se celebraba una novillada, no saben cuándo se van a recuperar de la catástrófica respuesta gubernativa -una más- a un hecho tan grave. no merecieran que no anduviésemos con fiestas. Ni siquiera del toro. Aunque algunos no vean la terrible falta de respeto que ayer tuvo la empresa de Sevilla con todos. También con los que lo estaban pasando mal.
El toreo, ese arte que pide excelencia en el mínimo detalle, ayer se entregó a la improvisación más torpe. Y el resultado fue una tarde que debió ser esperanzadora y triunfal se volvió deshilachada, triste, de las que dejan mal cuerpo y peor memoria. Cuando debió ser la de la esperanza en el futuro que representan las dos promesas más sólidas del escalafón, que ya serán matadores cuando acabe este año, que ya será el del Gran Apagón.
Porque hay tardes que hacen grande a la Maestranza. Y luego están las otras. Como esta.