Luis Manuel Lozano es un hombre de paz. Discreto, comedido, cabal. De perfil bajo, que dicen ahora, lo que no significa que trague con todo, sino que no trasciende cuando se enfada. Lleva muchos años en esto y esa veteranía le otorga, además, mucha mano izquierda y talante proclive al diálogo incluso con su peor enemigo. Porque comprende que aquí -en el toro- no hay nada personal -o no debe haberlo-, sino comercial, y ha llegado a un cruce de caminos en el que la mayor rivalidad que existe en el toreo le ha caído en las manos. Pero eso puede ser tan beneficioso como perjudicial, tanto para el toreo, como para los toreros, como para él mismo, incluso. Todo depende de cómo juegue sus cartas, porque Luisma, hoy por hoy, no tiene fama de tahúr.
El mediano de los hijos de don Pablo Lozano es, en definitiva, un hombre de paz, para el que todo irá viento en popa mientras vaya cumpliendo con sus objetivos, con sus planes, acercándose a la meta marcada, da igual si despacio o rápido, porque el caso es seguir siempre hacia adelante. Para la carrera de Daniel Luque, su nuevo torero, Luis Manuel supone una estabilidad, un equilibrio entre sus gestos y sus obligaciones como figura del toreo que quiere ser. Supone un apoyo en la sombra para no desmayar, para no retroceder, pero tampoco dar ni un paso en falso, porque Luisma conoce sobradamente el terreno que Luque tiene que recorrer. El problema es que aquí, en ese terreno, en ese camino, en ese vericueto estrecho que conduce a la cumbre, deberá cruzar su nombre por fuerza con el de Andrés Roca Rey.
Daniel y Andrés. Personalmente podrían ser dos tipos que entienden que nada tienen en común y no echarse cuentas el uno al otro. Podrían vivir sin verse, sin hablarse, sin conocerse, incluso. Y nadie preguntaría por qué. Pero resulta que Daniel y Andrés son sólo los nombres de pila de Luque y Roca Rey, el aspirante y el dominante, en el toreo actual, pero juntos suponen el enfrentamiento más caro que -retirado Ponce y sin noticias de José Tomás- puede ofrecer el toreo actual. Y esa circunstancia es muy difícil de soslayar, porque los intereses de uno y los de el otro se van a ver afectados a lo largo de la temporada 2025, tal vez mucho más de lo que se han visto en la que ahora concluye.
Ahí es donde entra la figura de Luisma, el hombre de paz al que le encanta verse bien pertrechado por si tiene que estallar una guerra. Será él -y un Roberto Domíguez que ya conoce el percal– quien deba manejar ese encontronazo sobre el que puede pivotar una temporada entera, si acierta a administrarlo bien -y recursos tiene para ello-. Porque sabe, como lo sabe Roberto, que a Madrid ya hay que darle otra cosa que el arrojo, la entrega y la contundencia que nunca le ha negado Andrés, y un agarrón con Luque, al que sólo los toros se le hacen poco enemigo, sería una mecha extraordinaria para colocar tres o cuatro bombas a lo largo de la campaña. Todo ello, sin dejar de ser un hombre de paz, pero manejando la guerra.
Y el que dice Madrid, dice Sevilla, donde residen ambos, donde cruzan sus vidas y donde son aspirantes siempre a ese cartel de Resurrección que -por qué no- podría ser en 2025. Los dos juntos esa tarde, si la mala fortuna se ceba en Morante, darían motivos al toreo para acudir a La Maestranza. Pero es que, bien vendido, estaría, además, el cotilleo, el marujeo y todos esos ‘eos’ que dan visibilidad -y billetes- a todas las batallas que supongan un rédito para la ‘banca’. Y todo eso dando pasta supondría un salvoconducto en los medios generalistas para «ese espectáculo bárbaro y perverso en el que se disfruta con el maltrato animal».
¿O es que hay alguien que aún piense que hay otro motivo en las guerras que el dinero…?