La guitarra llorará
Sortilegio sobre ti caerá
Y una lágrima
Un perfume flor de azahar
A la hora de la verdad
Pulso infame temblará
Pero matará
«Sevilla» (Miguel Bosé)
La faena de José Antonio Morante de la Puebla el 26 de abril en Sevilla es la expresión estética más evolucionada en la historia de la tauromaquia.
Actualmente, cuando el toreo de capa tiene la costumbre de llegar a dos series, la mayoría de las veces de trámite, el reto de quites planteado por Diego Urdiales provocó la que es, probablemente, la faena con el capote de mayor duración y expresión de un matador de toros en la historia. Gracias a ese desafío, el primer tercio acumuló seis series. Apenas corría el primer tercio y ya había transcurrido el número de secuencias de una faena completa de las de hoy.
En la faena de Morante, su cuerpo, el del toro y los vuelos de las telas se integraban en formas geométricas armónicas, en medio de la adrenalina y el espasmo. La poética de su tauromaquia se embelleció con maneras de antaño. Era como ver a muchos toreros a la vez. A Joselito el Gallo, a su hermano Rafael, a Belmonte, a Antonio Montes y a Chicuelo. Imágenes en blanco y negro de sus estilos de torear, se insertaban como flashazos cinematográficos cuando José Antonio ejecutaba faroles, tafalleras, gaoneras y recortes en contravía.
Era presenciar la historia de un pueblo: la ocupación árabe, sus bailes, las jaranas, los cantos hondos y desgarrados, las corrientes del Guadalquivir, las casas, terrazas y jardines, los arcos de las puertas, los enjambres de ladrillo cocido y el blanco y amarillo albero de sus frontispicios.
Cada tarde, Morante propone una paleta de colores. Es un director de arte. Esta vez, su traje azul turquesa, el mismo color que vistió Joselito en Sevilla y en Valencia en 1914, se conjugaba en perfecta armonía, y disonancia, a la vez, con dos colores que han sido estéticamente irreconciliables, el rosa y verde de su capote, demarcados con trazos de tinta indeleble azabache de los hilos que adornaban su traje y esa montera de rizos indómitos, como la que usaba Paquiro en la época feudal.
La faena de Morante en Sevilla al toro “Ligerito”, de Domingo Hernández, parecía una película en blanco y negro, tinturada en posproducción con esos tonos pastel del cinemascope. Cada fotograma era una aguatinta de Goya, o una ilustración del libro Tauromaquia o el arte de torear, de Pepe Hillo, de 1796.
Es la faena más hermosa que ha logrado transmitir la televisión. Esa pantalla, avara, bidimensional, plana, industrial, logró esta vez, extrañamente, capturar el alma de la poesía. Me atrevo a decir que se vio mejor en televisión que en la Real Maestranza. Los ángulos que elegía el productor, Víctor Santamaría, delataban sectores de la Maestranza que aplaudían tímidamente, de judíos que no habían reconocido al redentor.
Sostener una obra de arte durante 18 minutos, que no es preparada como en el teatro, que no tiene la posibilidad de repetir la toma que ofrece el cine, con un compañero escénico que al primer error te va a desaparecer de verdad, y que cambia permanentemente de comportamiento; ser capaz de mantener tal belleza escénica en esas circunstancias, sin pega alguna, es el punto máximo al que la tauromaquia ha podido llegar.
El 26 de abril de 2023, José Antonio Morante de la Puebla demostró que es el torero vivo más importante. Y que Joselito el Gallo, su inspirador, ha sido el más grande de todos. Su espíritu sigue rondando el ruedo achatado en los polos de la plaza de Sevilla. Casi ciento tres años después de su muerte, el mito de la reencarnación y de la santísima trinidad se cumplió. Por eso los sevillanos llevaron a Morante, y a Joselito, en andas hasta el hotel, como cargan a sus santos en la procesión.