Las Ventas se tiñó de gris en primavera. El viento, emborrachado de protagonismo durante toda la feria, dejó paso a la DANA, que traía por fin ese agua tan esperada para un país que la pedía a gritos. Llegó la lluvia y de qué manera, y a punto estuvo de hacer naufragar la tarde de los extremeños, aunque al final el barco se fue a pique por donde menos se esperaba. Así de caprichoso es el toreo.
Los nubarrones renegridos que cubrían el cielo del templo de la tauromaquia a la hora del inicio del festejo fueron un aviso a navegantes, como la tromba que cayó veinte minutos antes de las siete. Y en efecto, la lluvia volvió a descargar una vez había roto el paseíllo, como si tampoco quisiera perderse el cartel de ‘No Hay Billetes’ de hoy. Ya sin lona posible a la que encomendarse, solo se podía esperar una tregua divina. Y no llegó durante la faena de Perera, que se vio obligado a navegar en soledad con el incómodo primero en medio del diluvio universal y con el zumbido incesante de los ‘miau’ del siete como melodía de fondo como si de una mosca cojonera típica de la vendimia manchega se tratase.
Y mientras tanto, el que paga, en su asiento aguantando el chaparrón. Qué afición de hierro hay que tener para soportar de una manera tan estoica semejante tempestad a la intemperie tras haber pagado 50 euros por una entrada. Y a pesar de ello, todavía algunos están dispuestos a seguir abusando de los que sostienen la fiesta con el dinero de su bolsillo. En fin…
El sol se quiso asomar por un momento, quizá para comprobar si valía la pena ‘apuntarse’ a la tarde. Lo hizo en las verónicas que le sopló Talavante al segundo, que fueron un rayo de luz similar a la claridad del rosa palo del terno que lució y que nos invitaron a soñar con que aquello podía remontar de la mano de ese mago que tantas veces ha embrujado a Madrid con su zurda. Con el cariño de la afición, se echó la tarde a la espalda y se la jugó por estatuarios en el inicio de faena al segundo, en el que sobresalió una trinchera de las que duelen y que no tuvo el eco que merecía. Pero todo fue un mero espejismo que no duró más de dos series. A partir de ahí, la faena se vino abajo y ni las manoletinas del epílogo consiguieron levantar el ambiente.
Tras el sopor de una faena de Ginés Marín a un desrazado tercero que no condujo a ninguna parte, la plaza despertó del letargo en el que se había sumido en el cuarto, con la extraordinaria brega de Javier Ambel y los dos pares de banderillas de Curro Javier (que se ha ganado por méritos propios ser nombrado uno de los triunfadores de la feria). Qué cuadrilla más monumental la de Miguel Ángel Perera, que creyó de verdad en la gran calidad del cuarto y apostó por él, dejando dos tandas presididas por el temple y por el tacto preciso en la media altura. Y digo dos series porque hasta ahí llegó el de Victoriano del Río, que manseó y cantó la gallina de manera descarada para apagar de nuevo la ilusión que había renacido en la afición gracias a la fe del de Puebla del Prior.
Cuando Talavante recibió al quinto, el reloj marcaba las nueve menos cuarto, la tarde seguía siendo gris y del sol ya no había ni rastro. Ni los naturales cimbreados en su cintura a media altura ni la belleza plástica de los embroques fueron suficientes para dar la vuelta a una tarde ya muy a la contra con un quinto muy venido a menos y que echó la persiana muy pronto. Y al pobre Ginés no le quedó más remedio que porfiar con un sexto que no dijo nada.
Así expiraba la decimoquinta de San Isidro, una tarde gris tanto en lo meteorológico como en el juego de los toros de Victoriano del Río y Núñez del Cuvillo, que se pareció más al otoño venteño con el que decimos adiós a la temporada que a la primavera llena de vida que reverdece cada año por la calle Alcalá.