En marzo de 2020 se paró la vida. Un paréntesis de dos años que, mal que bien y con todas las incertidumbres- virus, guerras, economía, política…- acechando, empezamos a cerrar con quebradizas ilusiones. En ellas, el toreo.
La temporada de la “normalidad” apenas ha echado a andar pero a rebufo de lo sucedido en la anterior y lo que llevamos de esta sólo los agoreros de guardia pueden negar que hay motivos de sobra para la alegría.
Los agoreros, más aún en tiempos como estos, tienen su público y cuentan además con el altavoz de medios de comunicación y redes sociales. Instalados en su pesimismo, incapaces de ver nunca el vaso medio lleno, añorantes de tiempos pasados que sólo conocen por viejas crónicas y fotografías en sepia, se regodean en su tristeza y pretenden llevar a ella a los “pobres incautos” que- vaya por Dios- se emocionan en los tendidos e incluso, pobres, gritan olé- no vivas extemporáneos- y hasta piden orejas. Y se exasperan cuando oyen o leen a quien canta lo bueno, un “palmero”, sin duda.
Pero hay que estar muy ciego, de ojos y mente, para negar la evidencia: estamos ante el que puede ser alumbramiento de una nueva época del toreo, entendida esta como aquella en que, permaneciendo intocables todos los valores del rito, las diferentes suertes de la lidia se expresan por sus artífices, los toreros, desde una dimensión y concepto que las realza. Es decir, los mismos parámetros que distinguen épocas pretéritas y que han quedado como referentes en la historia de la tauromaquia.
Unos parámetros en los que el toro es, sigue siendo, fundamental. Nos encontramos con ganaderías, hierros y encastes que, pese a la severa crisis del campo bravo derivada de la pandemia pero heredera de vicios adquiridos, van encontrando su espacio de la mano de toreros de primera fila que hasta no hace mucho los rehuían. Y ahí, como en tantas otras cosas, aparece el nombre de Morante de la Puebla.
Decir 2021 es decir Morante y ahora, en 2022, ya tiene firmadas más de cien corridas. Un reto que desdice su alma bohemia pero que- visto lo visto hasta ahora- asume con todas las consecuencias.
Si el toreo necesitaba una catarsis, este es el momento. Y nadie, empresas, profesionales, aficionados, debe llamarse andana.
Nueva época o no, el toreo revive. Ejemplo artístico de ello es, por ejemplo, la verónica, lance fundamental del toreo de capa.
La verónica es en sí misma historia del toreo y en ella, Juan Belmonte, de quien el crítico Pepe Alameda escribió: “La verónica de Belmonte ha sido superior a todas, por una razón definitiva, la forma de rematarla, aunque no era propiamente remate, que significa cierra, sino conducción del lance hasta el límite natural- biológico- de su desarrollo orgánico, de modo tal que el momento de cumplirse- no de cerrarse- se confundía con el nacimiento del siguiente”.
El toreo a la verónica, inspiración de poetas, vuelve a su rango. Ayer, sin ir más lejos, Tomás Rufo.
Pero ese revivir del toreo no se queda, claro, en la verónica. Se extiende por los diferentes tercios de la lidia- sí, ya sé, el de varas sigue siendo asignatura pendiente- y en ellos también aparecen formas y fondo que elevan su dimensión.
La lista de sus artífices se nutre de toreros en distintos momentos de su trayectoria profesional. Los hay con dos décadas o más de alternativa, otros con años de ostracismo ahora superado y también los hay muy nuevos. Una amalgama riquísima de estilos y conceptos.
Las primeras ferias y ahora Sevilla han dejado cumplida muestra de ello. San Isidro será la revalida. De ratificarse lo visto, mal que les pese a según quienes (dentro y fuera ) el toreo estará de enhorabuena.
Y nosotros que lo veamos. Y celebremos.