Llegados al sexto, la corrida era (pese a la oreja cortada por Roca Rey en su primer turno) una cuesta abajo de toros mansos y toreros estrellados a su suerte.
Pero por ahí estaba un peruano que no había dicho la última palabra. Dos palabras, dos verbos, para ser exactos: querer y poder.
Roca Rey quiere siempre e impone su poder, allá penas las condiciones del toro con que se las ve.
Pedazo toro por fuera y mala condición por dentro, cantada en los primeros tercios.
Pero fue tomar la muleta, plantarse el torero en la raya del tercio y un puñado de estatuarios rematados con uno mirando al tendido y la demostración de intenciones ya era una realidad.
Asentado a plomo sobre las zapatillas, amarrando y conduciendo embestidas que se antojaban quiméricas, la muleta como imán, Roca Rey se impuso con una rotundidad sobrecogedora.
Sonó la música, algunos se pusieron tiquismiquis y el propio torero pidió a la banda parar. Y ahí estaba, sin mover un músculo entre los pitones que acariciaban su enjuta anatomía.
Y ahí ya no hubo otra que la entrega de la plaza, la rendición de La Maestranza a la evidencia.
Una evidencia que proclama que Roca Rey está en esto para mandar.
Porque quiere y puede.