Cuatro mil ochocientas dieciséis tardes de soledad taurina lleva La Monumental de Barcelona desde aquel 25 de septiembre de 2011 en que Juan Mora, José Tomás y Serafín Marín hicieron el último paseíllo. La política y la cobardía empresarial dejaron sin toros a Catalunya y, en ella, a la ciudad que fue núcleo central del planeta taurino. Desde entonces solo la voluntad resistente de la afición ha mantenido- y en ello sigue- la llama del toreo en territorio hostil y, diría, casi olvidado.
Por eso, que mañana 3 de diciembre la película/documental “Tardes de soledad” de Albert Serra llegue a Girona, en su Festival Temporada Alta, es todo un acontecimiento.
Lo es no solo- que ya es bastante- por su calidad artística, reconocida a su paso por Festivales cinematográficos como el de San Sebastián, donde se llevó la Concha de Oro, o Nueva York, con el aplauso unánime de la crítica especializada o porque, casualidades del tiempo, Albert Serra acaba de recoger la Medalla al Mérito en las Bellas Artes que otorga el Ministerio de Cultura, el ínclito Ernest Urtasun al frente.
Es un acontecimiento porque, además y sobre todo, de la mano del cineasta de Banyoles el espectador se sumerge en un discurso que desde la imagen y el sonido le interroga sobre un arte al límite, en el que vida y muerte van de la mano y que muestra como nunca antes en el cine lo que es el toreo. Por eso, la disparidad de interpretaciones que ha provocado. Entre estas y de forma diría que mayoritaria, que no merece la pena debatir ni siquiera rebatir, la de quienes desde el sesgo ideológico la presentan como denuncia (sic) de las atrocidades (otro sic) de la tauromaquia.
No sé si, como el propio Serra predijo cuando “Tardes de soledad” era solo un proyecto, estamos ante la mejor película de toros que jamás se haya hecho. Pero si creo que con ella el cine, la tauromaquia y también los aficionados, estamos de enhorabuena.
Más aún si la podemos ver en la Catalunya sin toros (de momento).