Seguro que alguna vez te has preguntado por esas razones íntimas, casi espirituales, que te mueven a dar una vuelta por los tendidos de una plaza en día de corrida. Cuesta echarlas hacia fuera ¿verdad?; y quizá más hacérselas sentir a quien es indiferente a la luz y al color que envuelve este combate de vida y muerte, y mucho menos al que te entiende como un bárbaro asesino ávido de aromas a crimen y sangre.
A mi me apasiona el toreo. Lo confieso. Yo soy uno de esos que contemplando la noble violencia de un toro bravo puedo llegar a emocionarme.
Fíjate, ahí lo tienes altivo y desafiante, enfrentado a la espada de un hombre pero nunca vencido ni aún en la muerte. Y mil veces resucitado, otras tantas iría al combate. ¿Cabe mayor dignidad en un irracional semoviente?
Es el toro, el animal que más íntimamente me une a la naturaleza, que es sabia, firme y muy punzante. Para otros, Bambi es su referente.
Y luego está el hombre, y su arte y una forma de entender la vida en la que lo único seguro es la muerte. ¡Con dos cojones!, porque apenas queda nadie que no se agarre con uñas y dientes a su coche, o al chalecito o quién sabe a qué pijada material y efímera que te envuelve en angustia y ansiedad porque también eso se irá con el último trance.
El toreo… No existe espectáculo más grande. No lo olvides porque es un mecanismo humano para hacerte comprender lo efímero que es tu mundo, ese mismo que en un chasquido de dedos se va al garete. En un segundo…
Y todo combinado con una sinfonía de sensaciones que te llevan, si el destino quiere, a vivir un momento mágico e inigualable. Pero hasta en eso dependes de la suerte.
Te propongo un instante. Coge el libro más viejo que encuentres. Lo abres. Hunde tu nariz en sus entrañas y aspira su perfume. Luego lee. A eso es a lo que el toreo huele, a libro viejo y a hondo mensaje