El siguiente hecho ocurrió hace unos días en la ganadería jiennense de Araúz de Robles, una de las divisas más emblemáticas del campo bravo por la que lleva apostando la familia desde su adquisición en 1945. Un hierro que entre las múltiples sangres que le corren por las venas destaca la procedente de Luis Gamero Cívico y Marqués de Saltillo. Este proyecto ganadero lo comanda desde hace unos años Javier Araúz de Robles, un amante del toro bravo que -tras el fallecimiento de su padre- trabaja día a día para seguir el legado que él creó.
Esta es una ganadería que se caracteriza por apostar por el turismo, por ese tipo de aficionado al que gusta conocer el toro en su hábitat natural. Es usual ver desfilar por esta finca jiennense a multitud de personas que buscan tener un contacto directo con este animal tan emblemático. Hasta aquí se dejan caer peñas taurinas, asociaciones e incluso colegios que buscan sentirse parte por un día parte de todo esto. Un lugar paradisíaco que protege y cuida con mimo al animal bravo.
Pero el toro bravo no es un animal dócil y sumiso; es decir, no es un perro o un caballo que se deja acariciar. Al animal bravo nunca hay que perderle la cara, hay que tenerle respeto porque si te confías puedes pagarlo caro. Es verdad que en el campo su comportamiento es tranquilo, pero la chispa puede saltar en cualquier momento, algo que pone en serio peligro al que tiene cerca.
La batalla entre toros que presenció muy de cerca una de las visitas turísticas a Araúz de Robles
Algo así pasó en una de las visitas a la ganadería, amén de ver los erales, utreros, vacas y becerros, los ganaderos le dan la posibilidad a los visitantes de estar muy cerca del toro. Para ello, en el río que divide la finca hay colocadas varas piraguas y barcas para que el espectador pueda ver desde primer afila como cruzan los toros el río. Pero aquí existe un problema: en este pequeño trozo de cerca las jerarquías cambian, es decir, hay un vacío de poder, de ahí que los toros puedan medirse e incluso comenzar una pelea por el poder.
Y eso ocurrió la semana pasada, donde dos animales se enfrascaron en una batalla sin cuartel muy cerca de donde se encontraban los visitantes. Poco a poco la pelea se volvió más intensa, los toros —sin saberlo— fueron acercándose a la zona de la orilla del río, esa en la que estaban apostadas las piraguas. La tensión se podía notar en alguno de los aficionados, tenían la pelea a menos de diez metros y no sabían qué hacer. Por suerte los animales no continuaron la pelea en esa zona, aliviando así los corazones de los presentes.
A sabiendas de lo que podía pasar, vaqueros y mayorales empujaron a la manada de nuevo hacia el río para así llamar la atención de los toros y obligar a que firmaran el armisticio, pero esta fórmula no acabó de disolver la pelea. Ahora tocaba ir a buscar a los toros y empujarlos hacia el río. El buen hacer de los caballistas consiguió que ambos animales se calmaran y siguieran a sus hermanos camino de su cercado, ese donde las jerarquías está bien definidas y donde hay un líder ya conocido por todos.
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