Alejandro Talavante es tan sumamente portentoso que puede jugar a ser quien sea en esto del arte de torear. Está demostrado mil y una veces, pero podemos recordarlo. Llegó como émulo de José Tomás, vestido de lila y oro, a poner un nudo en la garganta a los cinco miles de aficionados que estábamos allí en aquel domingo marceño. Y lo hizo; hasta el punto de que aquel día salió en hombros Francisco Javier, aquel novillero de La Alberca de tan buena planta, con una novillada de El Serrano, y la gente salió de la plaza hablando del chaval de Badajoz.
Un chaval al que le costó encontrar su sitio, porque comprobó que José Tomás sólo había uno, y entonces quiso ser El Juli. Y tanta capacidad tenía, que conseguía imitar al original, sobrepasarlo en ocasiones, pero nunca suplantar la personalidad del de Velilla. Por eso tampoco le valió. Y entonces se ‘amanzaneró’, y también resultó un excelente émulo del original. Tanto, que se disputó con él el premio a la mejor faena en aquel 2011 de Puerta Grande para pacense -con aquel Cervato de El Ventorrillo que marcó que se salía de punto la ganadería manchega- y alicantino, con un Juampedro que despenó en la misma boca de riego.
Y así fue Perera, Castella, Morante y hasta El Cid cuando lo necesitó, pero nunca terminó de romper en figurón del toreo hasta que Alejandro encontró al verdadero Talavante. Y sólo cuando fue él mismo, quizá con aquel manso de El Puerto al que cuajó en la puerta de chiqueros de Madrid, se convirtió en leyenda. El problema de las leyendas es que comprendan que lo son pero no por qué. Y ese lo tuvo Alejandro una noche fría y gris zaragozana, cuando temporada y carrera se iban por la misma borda sin tener nada que ver la una con la otra.
Allí, en el mismo ruedo que había cuajado a aquel Esparraguero jabonero y bravo, tal vez el toro en el que mejor versión se vio del pacense, se retiraba Alejandro porque no comprendía cómo funciona esta historia. «Soy el mejor», sentenciaba ante su entonces apoderado, Toño Matilla. Y lo era. Había conseguido tocarle la mano a Dios, que no hubiera nada más que un gran vacío entre él y los que le seguían, varios peldaños más abajo. Lo que falló fue la segunda premisa del silogismo: «Como soy el mejor, tengo que ganar más». En concreto, 15.000 euros más por tarde, que son los mínimos que cobra un torero en una plaza como Madrid. Pero ahí fue donde se estrelló contra el muro del sistema.
Matilla -supongo- le explicó que daba igual que fuera el mejor; que lo mismo daba que anduviera varios años luz por encima del que mejor andaba; que se le importaba un pito, que decía Lorca, que sólo él fuera capaz de ser él. Lo cierto es que Talavante no tiraba de la taquilla como lo hacían otros. Por eso no podía cobrar lo mismo. Todo muy lógico cuando riges una empresa y tienes que valorar tus triunfos en metálico. Pero Alejandro se enfadó y dejó de respirar.
Y se marchó. Y a su barco le llamó Libertad. Pero no descubrió gaviotas en el cielo, sino que no sabía hacer nada mejor que manejar un capote y una muleta -la espada raras veces fue lo suyo-. Se fue porque era lo que había hecho su ídolo, José Tomás, cuando la rotundidad de los compañeros y el exceso de rigor de los públicos lo echó cuando rayaba el año 2002. La diferencia fue que el madrileño supo medir, supo acertar el momento de regresar. Supo medir las tardes en que se anunciaba. Supo hacer de cada tarde un acontecimiento mayor.
Lo mismo quiso hacer Alejandro; marcharse como lo hizo su ídolo, para que lo reclamase luego la propia afición. Pero no contó con el paso del tiempo, con la asunción de compromisos, con las circunstancias que le hacen a uno convertirse en lo que es. Se convirtió en Ícaro, que voló demasiado cerca del cielo con las alas de cera que le había fabricado su padre, Dédalo. Y la cercanía al sol, que hizo derretirse la cera, provocó su caída desde lo más alto que hubiera caído mortal alguno. Aquella caída se llamaba realidad.
Y desde entonces vaga y vaga, en busca -con mayor o menor éxito- de aquel torero gigante de míticas cualidades. Aunque luego no termina de pasar de ser uno de los mejores mortales entre los mortales que hoy conviven. Pero ni siquiera es el mejor. Por eso ahora, cegado por el brillo de José Tomás y errado en su emulación del mito, no termina de comprender qué sucedió mientras tanto. Por eso no termina de volver…