La tarde del 30 de mayo en Las Ventas prometía ser histórica, y lo fue. Quedaba atrás esa frase tan taurina, y muchas veces reveladora: «Tardes de expectación, tardes de decepción». Un dicho que esta vez no se cumplió, gracias a la entrega de un torero que se encontró con dos animales de Juan Pedro Domecq radicalmente opuestos. El primero, con clase superior y fondo medido; el cuarto, de escasa duración y con aristas.
Morante de la Puebla, torero de personalidad inimitable, logró uno de esos triunfos que quedan grabados en la memoria colectiva: salir a hombros por la puerta grande de la plaza más exigente del mundo. Una actuación —en ambos toros— que desató la euforia de miles de aficionados, deseosos de acompañar al maestro en su camino hacia el Hotel Wellington, prolongando la liturgia taurina más allá del ruedo.
«No se trataba de un tumulto violento, ni de una amenaza para la seguridad pública en términos clásicos. Era una manifestación espontánea, provocada por un torero que había conseguido un triunfo que iba más allá de una simple puerta grande. Por el camino, un interminable rosario de zapatos de todo tipo: de vestir, náuticos, castellanos, deportivas, alpargatas… hasta una sandalia con tacón de aguja. Se contaban por decenas. Una instantánea de otra época. Como los restos de gafas de sol, hechas literalmente añicos. Estremecedor. Los gritos se sucedían: “¡Al hotel!”, “¡Al Wellington!”, “¡Hay que cortar Alcalá!”, escribía nuestro compañero Ismael Del Prado en el día de ayer.
Para algunos, la actuación policial fue desmesurada; para otros, simplemente intentaban contener a la masa. Ya se adivinaba en los rostros de la policía montada la complejidad del momento. La multitud llevaba al torero camino de la calle Alcalá, difícilmente controlada por los efectivos que lo custodiaban. Junto al diestro sevillano, varios agentes intentaban contener la situación, mientras sus compañeros bastante tenían con evitar que alguno de los caballos arrollara a los aficionados.
Pese al descontrol aparente, Morante de la Puebla fue capaz de poner calma cuando la comitiva veía cerca la glorieta de Manuel Becerra.. Visiblemente fatigado, a mitad de calle, se bajó de los hombros de sus costaleros y se metió en la furgoneta de su cuadrilla. Pero la marea no se fue. Seguía detrás, como si de una imagen devocional se tratase. Fue entonces cuando los efectivos policiales decidieron dispersar a los aficionados para no seguir bloqueando una de las zonas principales de la ciudad.
Con la furgoneta alejándose y algunos agentes de la Policía Nacional tratando a los aficionados con cierto aire de soberbia, muchos de los presentes, ya subidos a la acera de la calle, seguían entonando ese “¡José Antonio, Morante de la Puebla!”. Muchos de ellos se dirigieron caminando hacia el hotel, con la esperanza de volver a ver a su ídolo: ese torero que saldría al balcón en bata, con una copa de champán en la mano. Un espada que se mostró agradecido con el centenar de personas que lo aclamaban a las puertas del hotel Wellington.