En el tren de retorno al exilio interior, mientras por la ventanilla del AVE diviso , como una ráfaga, el tan querido paisaje bilbilitano, sigue rondando en mi cabeza (también en el corazón) la tarde de ayer en Las Ventas. Pero como de lo acontecido hay -seguirá habiendo- material gráfico, escrito y hablado que lo ilustra, explica y pondera, me detengo en algo que me ocurre cada vez (muchas a lo largo de los años y seguirán siendo mientras la salud y la economía lo permitan) que tomo asiento en los tendidos-jamás en el callejón, lugar de encuentro de prebendas y gente superguay- del coso de la cá Alcalá.
Y lo que me ocurre es, ya desde horas antes del festejo, un estremecimiento, una lujuria de sensaciones que van de la euforia al desasosiego. Ver una corrida de toros en Las Ventas implica para el espectador un esfuerzo emocional e intelectual añadido al que ya de por sí requiere la comprensión de cuanto sucede en el ruedo. El público- afición cabal incluida- es el más variopinto de cuantos se puedan encontrar en las plazas del orbe taurino. Y en esa diversidad está tanto su encanto como su aleatorio juicio. En ocasiones, Las Ventas parece un tribunal de oposiciones a notarías, que observa con el entrecejo fruncido el devenir de la lidia y dicta sentencia incluso mucho antes de terminar esta.
Otras, se entrega como una madre a sus hijos. También es capaz de cambiar su talante y pasar del olé a la repulsa en un plís y viceversa. Los irredentos, herederos aúlicos de Felipe de Santiago «El Lupas» que allá por los 70 dirigía el cotarro de las protestas y eso, llegan a la plaza ya mosquedos desde casa o desde el curro. La afición templada acude a verlas venir y el público de ocasión, mayoritario- por suerte para la supervivencia del espectáculo, con perdón- en Las Ventas y en cualquier plaza lo hace por motivos diversos, entre los que el de lucir palmito, pulserita bicolor y meterse entre pecho y espalda un par de gin tonis no es desde luego de recibo.
Sucede que en Las Ventas, primera plaza del mundo, todo, para bien o para mal, se magnifica y así lo que en otros lugares pasa desapercibido o se relativiza aquí adquiere dimensión trascendental. A veces para bien, otras para mal. Ayer, cartel de postín, hubo de todo ello. Desde una extraña e injustificada animadversión a Morante, absurdo marcar territorio por su apoteósis de Sevilla o la presión que sintió Pablo Aguado desde que se abrió de capa en su primer turno, que atenazó su ánimo y sus muñecas…a la lección de El Juli. Todo con unos toros de La Quinta que, con sus perfectas hechuras y diversa condición , ofrecieron motivos para que el interés se mantuviera hasta el final.
Un final que , de no marrar con la espada en el quinto, debió ser de puerta grande para un Julián López El Juli que, acaso, hizo una de las faenas de su vida, no sólo en Las Ventas. Por eso, los irredentos no tuvieron otra que sumarse al resto, rendidos todos a la – enésima, por cierto- demostración de su inteligencia, capacidad lidiadora, entrega y vergūenza torera. Una tarde de toros en Madrid da para mucho, antes, durante y después. Y si, como sucede en San Isidro, son 30 seguidas, ni les cuento.
Llegando ya a Barcelona, cuento los días días, las horas, para volver. La primera, el día del Patrón. Pero no el de la peli de Bardem, que parecía bueno y era un c… Al de Madrid lo hicieron santo, por algo sería.