El pasado Domingo de Ramos, cuando el gravísimo percance de Emilio de Justo en Madrid dejó su gesta en manos de Álvaro de la Calle, la figura del sobresaliente de espadas volvió a llamar la atención. De vez en cuando sucede.
Por supuesto, nunca es agradable, ya que lamentablemente tiene que sobrevenir la desgracia para que uno de estos toreros que se encuentran en las sombras vuelva a la luz y acapare los titulares, como ocurrió hace unas semanas.
Sin embargo, no siempre ha sido así. Antes podía bastar sólo un quite, un destello del arte que pueden guardar un torero de segunda línea para ganarse un sitio, una oportunidad para escalar la cima de los elegidos, como le sucedió a Domingo Ortega.
Está claro que, en el toreo, además de odiosas, las comparaciones resultan improcedentes. Más que nada, porque (casi) siempre hay un toro de por medio cuyo comportamiento no tiene duplicado para servir de justa vara de medir. O por tiempo, que envuelve en sí mismo la evolución y hace que no se pueda asemejar lo que vemos hoy con lo que sucedió años atrás.
No obstante, el caso del torero de Borox, era el de uno de los muchos que no se cuentan, porque parecía destinado a un fracaso temprano y a desaparecer de la historia sin contar para nada en ella.
Ya con 22 años y sin haber vestido nunca el traje de luces buscaba oportunidades intentar ganarse la vida como novillero sin que nadie le echara una mano, ni viera en él algo más que el afán de salir de la pobreza. Fue precisamente esa ambición la que le empujó a saltar de espontáneo en Almorox, el 16 de agosto de 1928, cuando el diestro contratado para torear dos novillos resultó cogido y fue Domingo López “Orteguita”, como se hizo llamar por aquel entonces, quien se adelantó a todos para estoquear al novillo y hacerse cargo de la situación. El alcalde de la localidad supo agradecer el gesto y le anunció al día siguiente, para estoquear otros dos novillos, pero esta vez vistiendo el traje de luces por primera vez en su carrera.
Fue así como “Orteguita” comenzó su, por entonces, modesta andadura, ya que le costaba mucho salir de los pueblos cercanos, hasta que Salvador García, que había sido banderillero y confiaba ciegamente en el torero de Borox, le ayudó a entrar en plazas como las de Tetuán de las Victorias, Toledo o Talavera de la Reina en 1929.
Sin embargo, pasaba el tiempo y la carrera de “Orteguita”, al contrario de despegar definitivamente, menguaba. Pero el día 6 de septiembre de 1930 cambiaría su vida. Aquella fecha toreaban en Aranjuez Marcial Lalanda y Manolo Bienvenida, mano a mano, una corrida de Díaz Alonso, con Domingo como sobresaliente de espadas. En el sexto, Bienvenida le cedió un quite a Ortega, que interpretó media docena de verónicas, de tal temple y calidad, que el empresario del coso, Domingo Dominguín, no dudó en contratarle de nuevo como primer espada en varias novilladas antes de que la temporada echara el cierre.
Días más tarde, el 28 de septiembre, se anunció como Domingo Ortega y obtuvo un rotundo triunfo de cuatro orejas y dos rabos en Tetuán. Esa misma noche, Ortega y el empresario Domingo Dominguín firmaron la exclusiva de sus contratos por cinco años y, con la temporada a punto de terminar, todavía toreó un par de tardes más en Tetuán y hasta cuatro novilladas consecutivas en el mes de octubre en Barcelona, donde pasó de ser un desconocido a toda una figura en ciernes obteniendo éxitos incontestables y llenando la plaza a reventar con el anuncio de su nombre. No en vano, fue en la Ciudad Condal donde, el 8 de marzo de 1931, Gitanillo de Triana, en presencia de Vicente Barrera, le cedió la muerte del toro “Valenciano”, de Juliana Calvo, al que Ortega cortó una oreja en su alternativa.
Se dio la circunstancia que, el 24 de abril de ese año, en Sevilla, hicieron el paseíllo Marcial Lalanda, Manolo Bienvenida y Domingo Ortega, quien esta vez, no sólo no actuó como sobresaliente, sino que cobró el doble que sus compañeros. Bastaron unas cuantas verónicas para cambiar definitivamente su destino.