AL NATURAL

Pablo Aguado no puede aguantar más


martes 5 agosto, 2025

El toreo del sevillano en El Puerto de Santa María fue el paradigma perfecto del concepto que abandera un torero diferente

Aguado
Pablo Aguado, en la cara del toro el pasado sábado en El Puerto. © Eduardo Porcuna

Hay tardes en las que el toreo te parte por dentro, sin necesidad de una cornada ni de un desgarro visible. Hay instantes en los que uno comprende por qué alguien se ha querido morir tantas veces por encontrar uno solo de esos momentos. Y hay toreros que, aunque lo intenten disimular, no pueden aguantarse las ganas de ser eternos. Pablo Aguado no pudo aguantar más.

No pudo frenar la sangre caliente cuando la embestida despaciosa del toro le pidió permiso para entrar. No pudo contener ese hervor de artista sevillano que lleva tatuado bajo la piel, cuando el aire de El Puerto le regaló un muletazo hecho brisa. No pudo evitar que su cuerpo se rompiera por la cintura y que sus muñecas dijeran lo que la boca calla. No era tarde para matemáticas ni para fórmulas; era de esas en las que la única medida es el pulso, y el ritmo lo marca el alma.

El inicio de faena fue un poema sin rima que se recitó muy despacio, sin voz, pero con la sonoridad de lo eterno. Porque la embestida vino rendida y Aguado fue el único capaz de entenderla sin gritarle. La acarició sin someterla, y en ese equilibrio perfecto entre la entrega del animal y la entrega del hombre, se escribió una obra de gran belleza, de esas que no caben en los libros porque son más de piel que de tinta.

Hubo un derechazo que partió la plaza en dos, y un natural que habría podido durar toda la vida si el tiempo no fuera tan tirano. Un trincherazo que venía a partir la serie y lo que partió fue el alma de la concurrencia, que se escapó por la barriga. Porque cuando el toreo se hace tan despacio, tan en la yema, tan desde dentro, lo demás pierde sentido. El mundo deja de girar un instante y solo queda eso: el toro, el torero y el milagro de que ambos quieran hablar el mismo idioma.

Y no es que Aguado lo hiciera todo bien —ni falta que hacía—, es que cuando uno torea así, lo demás se disculpa solo. Se le escapó un trofeo, puede, pero se quedó con algo que vale mucho más que una oreja. Se quedó con la certeza de que, aunque lo haya intentado mil veces, no puede aguantar más. No puede esperar a que llegue otro toro así, no puede frenar el arte cuando le llama, no puede evitar que el toreo —el de verdad, el de los elegidos— le saque de su sitio y le eleve.

No pudo aguantar más, y menos mal. Porque cuando Pablo Aguado se desborda, el toreo se vuelve un lugar mejor.