«¿Sabes que he vuelto a los toros?». La frase de Alberto me dejó tan perplejo como encantado. Ni siquiera sabía que hubiese sido aficionado o, al menos, seguidor de la tauromaquia en cualquiera de sus manifestaciones. Él, sin embargo, sí conoce mi trabajo de las amenas conversaciones que mantenemos en la peluquería, porque Alberto es mi peluquero. El jefe de mi peluquero, en realidad, pero el trato que ambos nos otorgan a cuantos acudimos a que nos ‘pelen’ es como de familia. Poco menos.
Por eso nunca imaginé que Alberto, con su barba poblada, su ‘autfit’ de Peaky Blinders y su vocación de barbero tatuador en los años de la Ley Seca, hubiera sido nunca especialmente aficionado a la tauromaquia. Pero lo fue, lo que demuestra lo absurdo de mis prejuicios, por un lado, y lo fundado de mi esperanza en el género humano, por otro. Mucho más cuando su frase, con la que me saludó al entrar, implicaba un regreso al redil del que, por otra parte, ignoraba cómo había salido. Ya teníamos conversación para la media hora que me dejo cada mes en Malditos Bastardos.
Había removido -y mucho- mi curiosidad, lo reconozco. Pero puse cara de póker y le resté importancia al comentario para ver por dónde me salía. «¿Es que te fuiste alguna vez…?», respondí a la gallega. Alberto me captó el envite de inmediato y subrayó media carcajada al darse cuenta de que le estaba pidiendo todos los detalles. «Me fui porque me harté de mentiras», espetó de repente, pasando a una seriedad que impactaba, «pero ahora he visto a la primera mujer -de las que yo he podido ver- que torea de verdad. Y eso me ha devuelto la esperanza. Y la afición…», aseguró sin ser muy consciente de la cátedra que estaba sentando en mi interiorización de la noticia.
Alberto es de esos aficionados que te explican con mucha sencillez lo que es el toreo: pura emoción. «Por eso yo no sé si una faena es buena o mala», me explicaba con lucidez, «pero sé si me ha emocionado o no. Y hacía diez años que tenía perdido el interés por cuanto sucedía en la plaza. Esta chica y su faena en Vistalegre me han devuelto la ilusión por acudir a un festejo». Alberto se refiere a Olga Casado, pero ni siquiera recuerda el nombre. No le hace falta. Recuerda lo que le hizo sentir y recuerda, además, que eso sólo se lo provoca la tauromaquia.
La historia de Alberto puede parecer una isla en una sociedad cada vez más destaurinizada, pero no creo que ese sea el análisis correcto. La inyección de esperanza que ha insuflado la nueva hornada de jóvenes valores en los aficionados, sobre todo los más jóvenes, hacen que la llama taurina permanezca cada vez más viva entre las circunstancias de una sociedad que cada vez pasa más de quienes dicen cómo tiene que pensar. Por eso el toro se ha vuelto un redil para reaccionarios, liberales y librepensadores que necesitan saber que una emoción no puede gobernarla nadie. Pero también exigen a quienes mandan en esto que no se les ocurra meter las manos en esa fábrica de emociones que nunca debe dejar de ser un coso taurino. O no les importará estar diez años o muchos más alejados del negocio; bastante dicen…
Este tipo de cosas las ha detectado muy bien una Feria de Olivenza que ha sabido darle a los novilleros su sitio en el sistema, conviertiéndose en un muy buen lugar para debutar con picadores y salir lanzado a devorar su oportunidad. Será allí donde Alberto pueda seguir con atención la carrera de una mujer que ha comenzado a llevarse premios y reconocimientos aún sin haber toreado de luces con los del castoreño, y está muy bien que intentemos crear figuras donde vemos mimbres para sustentar el toreo. Es necesario. Es imprescindible en un sistema que hace carteles con 60 años de alternativas entre los tres actuantes. Pero no deberían, los que mandan en el negocio, matar la gallina de los huevos de oro a la que hay que cuidar para que siga poniendo.
Aunque, desgraciadamente, son especialistas en degollarlas a cientos…