De un maestro se esperan lecciones, entendidas estas como vehículo para ampliar los conocimientos de quienes las reciben y, después, allá cada cual con su comprensión.
En el toreo, la condición de maestro, antes sólo adjudicada a aquellos que dejaban su impronta en el devenir de la tauromaquia, se adjudica ahora a (casi) todo aquel que se viste de luces, novilleros incluidos. Una “socialización” y banalización de un término que- decíamos- sólo unos pocos alcanzan en su auténtica dimensión.
Solo los contumaces en su animadversión dudan de que José Tomás es un maestro pues ni ellos pueden ocultar la profunda huella de su paso por el toreo. Una huella que hace apenas cuarenta y ocho horas, en Alicante, se ha reafirmado. Por si falta hiciera.
Sucede que tras ‘lo de Jaén‘, algunos ya veían el principio del fin, o el fin a secas. El final de una historia que empezó en México hace 27 años y que nos habla de un torero que ha roto moldes, en el ruedo y en los despachos. Y si lo primero se lo pueden perdonar, lo segundo no. Tampoco le perdonan su creciente animadversión a la exposición pública, incluidos los medios de comunicación.
Porque José Tomás, con mando en plaza, decidió ser dueño de su destino. Con ello, eligió cómo, cuando, con quién y dónde torear, a lo que este año, en sus dos únicas comparecencias, añadió una vuelta de tuerca: solo y ante cuatro toros.
Tal “sacrilegio” ha servido para volcar en él toda clase de anatemas y pecados de lesa tauromaquia desde púlpitos de opinión taurina (algunos de ellos, hasta no hace tanto, fervorosos apóstoles de la causa tomasista) y en redes sociales, en un coro de ofendiditos digno de mejor causa.
Y- decíamos- así estaban ellos, frotándose las manos, mezclando realidad con deseo, cuando con unos minutos de retraso por el gentío que se agolpaba en los accesos a los tendidos de la abarrotada -por los fans y las groupies, dicen- plaza de Alicante, José Tomás pisó la arena con una firmeza tal que uno diría que en ese momento ni una sola mirada de los allí reunidos se pudo apartar de aquella figura enjuta enfundada en un terno grana y oro.
De lo sucedido han dado cuenta medios taurinos y no -pese a la prohibición de grabar imágenes de la corrida, que no deja de ser papel mojado- y cada cual ha sacado sus propias conclusiones. Eso sí, los recalcitrantes, erre que erre con su negacionismo, a los que se suman aquellos que hacen de la comparación con otros toreros casus belli. Vamos, aquello de las dos Españas taurinas, ahora con mayores altavoces.
Pero resulta que, pobres, quedan en evidencia. Y es que para ensalzar las bondades de tal o cual torero sobra la comparativa con otros, más aún cuando este otro es José Tomás.
Basta con haber tenido el privilegio (un privilegio que para la inmensa mayoría de los allí presentes supuso un esfuerzo económico, nada de prebendas e intereses cruzados) de ser testigo de la lección del maestro (una docena de naturales ligados, luminosos, comprometidos, enroscados, sublimes, perpetuados en la memoria del alma) en el segundo de la tarde para, henchido el corazón, volver a gritar, más fuerte que nunca: ¡VIVA JOSÉ TOMÁS!