Hay pocos toreros en el escalafón por los que los aficionados hagan miles de kilómetros para ir a verlos, una pequeña amalgama de espadas que por su forma de interpretar el toreo llevan tras de sí a una legión de fieles que buscan sentir las emociones que únicamente perciben cuando se torea a un toro despacio. Son devotos de un concepto del toreo, como también lo son muchos cofrades con sus hermandades de referencia.
Quizás ese tipo de toreros no son los que tienen mayor reclamo en taquilla, pero sí los que llevan a un tipo de aficionado que siente el toreo de una forma diferente. Basta con decir su nombre, pongamos como ejemplo a Curro, para que todos sepamos de quién hablamos. Un torero distinto, un espada con una personalidad propia que tenía muy claro el camino que quería trazar, porque tanto él como sus partidarios eran de la teoría que no todas las tardes podía aparecer el Espíritu Santo.
Eran otros tiempos donde todo tenía su medida, donde la inmediatez no estaba a la orden del día, años donde todo se hacía a otro ritmo y en el que se valoraba un tipo de concepto marcado por la caricia. Existía el lógico pique entre Sevilla y Jerez con Curro y Paula, dos toreros geniales que contribuyeron a dotar de nuevos aficionados al toreo. Por ahí andaba también Manzanares, un espada alicantino dotado por el sentido del temple que Sevilla siempre sintió como uno de los suyos.
Un tiempo que quedó atrás, pero que contribuyó a que muchos de los toreros de hoy vieran en ellos un espejo donde mirarse, ese que gracias a las nuevas tecnologías tienen muy a mano. Una serie de toreros que no eligieron un concepto, sino que este le vino dado de forma natural. Una lista de toreros que conforman espadas más veteranos como Morante de la Puebla o Diego Urdiales, toreros con años de alternativa a sus espaldas como Emilio de Justo o Daniel Luque, así como una nueva hornada de espadas con un concepto muy sevillano entre los que destacan Juan Ortega o Pablo Aguado.
Toreros que han entendido que ser infieles a un concepto es llevarlos de cabeza al purgatorio, por eso no viven obsesionados por un triunfo, sino por los caminos que le llevan hacia él. Hoy queremos hablar de Juan Ortega, un torero que incluso en los momentos difíciles consiguió transmitir calma a aquellos que tenía a su lado. Aquí las prisas siempre han sido malas consejeras, esas a las que ninguno quiere tener como compañera de viaje, porque, ¿acaso hay algo más bonito para un torero que el ser esperado?
Ese es el caso de Ortega, un matador de toros con un punto de barroquismo en sus formas, ese que daba la otra orilla de Sevilla, esa de la Cava donde salieron grandiosos toreros que con mayor o menor regularidad dejaron un sello en todo buen aficionado. Un concepto que para nada es impostado, fluye solo y como las musas no aparece cuando uno quiere, sino cuando es el momento indicado. Eso se ve en un Ortega que incluso cuando pintaban bastos a comienzo de temporada supo que la única forma de convencer a los escépticos era siendo él mismo, y eso únicamente se conseguiría si no pensaba más allá del momento que le tocaba vivir.
Y así fue: Valdemorillo, Málaga, Sevilla, Granada, Torrejón de Ardoz, Burgos, Santander… una serie de plazas donde orejas aparte, el aficionado quedó prendado de un concepto, ese en el que el juego de muñecas y cintura es primordial para conseguir pulsear la embestida. Un torero que muchas veces parece flotar y otras veces hundirse en el albero, asentar todo su cuerpo y torear con las palmas de las manos, porque el torero es armonía.
Un concepto de gran pureza donde se le dan las ventajas siempre al toro para una vez prendido llevarlo enganchado y pulseado detrás de la cadera. Un tipo de torero con un emboque especial, ese que busca pulsear en todo momento al animal. Como dice Álvaro Núñez, «el valor del torero se mide en la sutileza del toque, cuanto más valiente es el torero, más suave toca al toro, más ventajas le da el animal», por lo tanto, tiene más valor, y eso es algo que se palpa en este tipo de toreros.
Por eso Juan necesita un tipo de embestida determinada, una embestida con el denominador común de la clase pero sin olvidarnos de esa bravura indómita para empujar por abajo, porque el toro que se engancha bien es porque es muy bravo, porque al fin y al cabo es muy sensible. Aún queda mucha temporada por delante para que los aficionados sigan apostando por este tipo de toreros, un concepto en el que toro y torero tienen un diálogo en el que ambos se sienten cómodos, provocando que se encienda esa chispa de donde emana el toreo.