El sobrero de Victorino -que reemplazó al debilucho segundo-, 615 kilos sobre sus lomos, pedía el carné y resultó que quien se las vio con él, Daniel Luque, lo tenía en regla.
Luque, que ha conocido las simas del toreo, lleva un tiempo (las dos temporadas pandémicas lo ratifican) demostrando que lo que apuntó en sus inicios y luego -decíamos- se fue diluyendo vaya usted -y el propio torero- a saber por qué, es hoy gozosa realidad. El de Victorino no regaló una embestida, al contrario, siempre a la espera, corto el recorrido. Y el torero de Gerena supo esperarlo, impecable la colocación, firme el pulso, asentadas las zapatillas, ni una duda, todo verdad. Tan de verdad que cuando, por dos veces, se arrancó la música -seña de identidad valenciana-, fue el propio Luque quien, respetuosamente, mandó a callar.
No estaba la cosa para fruslerías, sí para que la faena se viviera con intensa y contenida emoción. Por eso, tras la estocada y la digna muerte del encastado animal, Daniel Luque recibió, oreja en mano, el reconocimiento de todos. En el quinto, de otro percal, mantuvo todos los puntos del carné, acabando con el albo terno teñido en rojo -de sangre del toro-, a fuerza de insistencia y ceñimiento. Buscaba la puerta grande, la espada se la cerró pero entra en la temporada con todas las expectativas.
La corrida tuvo sus cosas –el lacio capote azul de Ferrera entre ellas-; los victorinos entre dos aguas y Ferrera y Román, pese a su empeño, también.
El metraje, casi tres horas, excesivo. Pero eso ya no es noticia.